Bernardo Guinand Ayala
Caminar sobre
la arena cálida en alguna playa de Venezuela. Sentir esa sutil y agradable
textura entre los dedos de los pies mientras vas dejando tu huella tras cada
paso. O caminar en tu casa, en tu hogar, desprovisto de calzado por el simple y
hasta raro gusto de hacerlo en la más estricta intimidad.
Esas, son quizás las imágenes que primero nos
vienen a la mente cuando hablamos de pies descalzos. No es mi caso. Lamentablemente
no es mi caso. Ayer, nuevamente quedé descalzo en contra de mi voluntad. No
decidí quedar así, no lo hice por gusto, placer o excentricidad. Ayer nos
robaron. Nuevamente en un parque, en un espacio de recreación, para lo cual era
vital llevar zapatos. Anteriormente fue en El Ávila, ayer en nuestro Parque del
Este, ese espacio público orgullo de todo caraqueño que mi abuelo con su tenacidad
nos regaló, no precisamente para ser guarida de antisociales sino para todo lo
contrario, para ser refugio y vivero de buenos ciudadanos.
Hace varios años tocó bajar la cuesta del “Estribo
de Duarte” entre piedras y matorrales con los pies totalmente desnudos y
algunos garrotazos sobre la espalda. Ayer, cuando volteé al piso, luego de ver
que mis compañeros de trote también estaban bien, recordé aquella escena de años
atrás. Otra vez descalzo porque a ciertos individuos se les hace más “fácil” robar que trabajar o porque el
país no brinda oportunidades, o porque hay hambre, o porque si hubiese trabajo
igual no alcanza, o porque la humanidad siempre ha tenido ladrones. Escojan la
causa que más les convenza, el hecho es que uno se siente vejado, herido en su
dignidad; así incluso termines sin un rasguño.
Curioso es que tanto nos hemos acostumbrado de las
probabilidades que esto ocurra, que el primer comentario post evento fue: “creo que hemos actuado de la mejor manera
posible”. Serenos, tranquilos, sabiendo que cualquier invento no solo nos
pone en riesgo a nosotros, sino que podría afectar a tus compañeros de robo o a
tu familia. Hace años solo me preocupaba por Mimina, me daba pánico que algo
pudiese sucederle y cuando en pleno Ávila me pidieron los zapatos me tranquilicé.
“Se trata de un robo” pensé, colabora
y todo saldrá adelante. Y así fue. Ayer igual, vi que el malandro que me “atendía” a mi no iba armado, pero si el
que atracaba a Jose. No sabemos si el arma era potente o de mentira, pero no
tuvimos intenciones de averiguarlo.
Y es aquí donde toca la clásica reflexión después
de un robo. Lo material se recupera. Y es cierto, pero no podemos acostumbrarnos
jamás a ello. Lo material no solo es “algo
que tiene determinado valor monetario”; lo material, que se ha ganado con
esfuerzo propio o por herencia constituye también alguna partecita de nosotros.
Los zapatos de José Antonio los estaba estrenando
ese día, literalmente. Habérselos comprado no solo significa tantos bolívares o
dólares, representa su trabajo como arquitecto en medio de una economía donde
hasta comprar unos zapatos representa un esfuerzo importante. Frente a la
realidad del niño que volví a ver esta misma semana en el comedor de Caucagüita,
que no va a la escuela porque, entre otras cosas, no tiene zapatos, podría
quedar Jose sin argumentos para lamentarse, pero la realidad es que su esfuerzo
bien habido y su deseo son plenamente reales y auténticos.
La medalla de Pedro Luis cayó al suelo entre la
hojarasca. Al momento de escribir esto no ha aparecido. Su maleante, creemos,
que era el más asustado, tanto así que olvidó pedirle los zapatos y en vez de sugerirle
que se quitara la cadena, haló de ella cayendo la medalla al suelo. Esa medalla
era de su abuelo, más allá de lo que cueste por el valor del metal,
representaba una herencia familiar y sentimental. Eso fue lo que realmente se
llevó el ladrón, cosa que a él no le representa ningún valor.
Mi reloj corría conmigo desde 2016, un regalo de mi
esposa e hijos al entusiasmarme con esto del running. Más allá del costo, lo
que para mí representaba ese artefacto son los más de 4.400 kilómetros
recorridos que quedaron plasmados en mapas de distintas calles de Caracas o del
mundo, así como haberme acompañado en 5 de los 6 maratones que he corrido a la
fecha. Quizás suene a capricho o extravagancia, pero entonces ¿de que está hecha
la vida si no es de momentos vividos y recuerdos compartidos?
Por último, para aquellos que, sin dudar de su
buena fe, se centran en advertir todo tipo de riesgos: que si la hora de trotar
no es la más segura, que por ese lugar sabemos que roban, que la calle es
insegura, incluso hasta llegar a decir que mejor no corras que te estás
exponiendo; mi reflexión es muy sencilla. Efectivamente vivimos en una ciudad
que hay que tomar medidas extremas hasta para respirar y que cada uno de nosotros
las hemos ido aplicando en nuestra cotidianidad, pero sin duda alguna también he
tomado como máxima aquello que, de forma tan clara, le he escuchado a Maickel
Melamed: “Yo he decidido vivir, no
únicamente limitarme a sobrevivir”. Así que seguiré trotando y, desde mi
trabajo, procuraré generar oportunidades para que más jóvenes venezolanos
se entusiasmen con explotar sus talentos para el trabajo honesto y cada vez
menos se dediquen a la salida fácil de la delincuencia.
Quiero vivir en una Venezuela donde estar descalzo
sea una elección para todos. No porque la pobreza, un arma, garrote o cualquier
otra amenaza nos lo imponga.
24 de febrero de 2018
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