domingo, 1 de enero de 2023

Hombre de familia

 

Bernardo Guinand Ayala
 
Hubo una Venezuela donde el trabajo, la modernización y la posibilidad de superación eran el norte. Hubo una Venezuela donde la honestidad, la integridad y el ideal de familia eran valores compartidos. En esa Venezuela creció mi suegro, Álvaro Frías Lacruz, en el seno de una familia clase media trabajadora, donde ser profesional y levantar una familia no solo era aspiracional, sino perfectamente alcanzable, sin necesidad de atajos deshonrosos.
 
Odontólogo de profesión, paciente a paciente, Álvaro levantó a su familia con el esfuerzo de
toda una vida de trabajo honesto y bien hecho, en un país que se lo permitió en gran medida. Cada una de las cosas materiales que alcanzó, como su casa, su clínica, sus bienes, le costaron cada una de sus canas; pero todas, absolutamente todas, puestas en unas prioridades totalmente claras: una esposa a quien conquistó siendo una adolescente y no duró un día sin mostrar, a su manera, lo acertado de su visión; cuatro hijos, distintísimos todos, pero que tienen en común el profundo amor y respeto por su papá; nueve nietos que tendrán, por siempre, un modelo de honradez y valores en su Elo.   
 
Álvaro fue un personaje sin medias tintas ni poses, auténtico en su forma de ser, independientemente de con quien se relacionara. Siempre me impresionó el cariño que podía generar, aun pareciendo “diplomáticamente incorrecto” en sus opiniones. De allí aprendí lo valioso de mostrarse abiertamente transparente, en vez de pretender figurar ser otra cosa. Le gente quiso a mi suegro por quien era, y nunca mostró una faceta distinta a quien, en esencia, realmente era. Abiertamente anti-adeco, tema para el cual tuvo siempre preparada su más ácida artillería, nunca imaginó que aquellos a quienes tanto adversó podría reconocer, años más tarde, al menos como demócratas. Todos aprendimos que siempre puede haber algo más oscuro, y así, enfiló su talante ciudadano para protestar activamente por el retorno de la institucionalidad en Venezuela.   
 
Álvaro fue, ante todo, un hombre de familia. No era un tipo especialmente cariñoso, ni de palabras floridas, mucho menos religioso. Pero era, sobre todo, esposo y papá. Estaba allí, siempre allí, ilusionado con los logros de sus hijos y nietos, o simplemente recordando las interminables horas que compartían en torno al lugar más preciado de la casa: su cama, que podía servir para ver juntos “The Price is Right”, “La Rueda de la Fortuna” o - más recientemente - “Pasapalabras”, así como para montar una partidita de cartas o de bola de fuego, donde la bola de algodón y alcohol en llamas volaba de mano en mano, sobre la cabeza de mi suegra, procurando que no cayera en las sábanas. No fue un hombre de extravagancias ni gustos particulares, quizás, el único lujo que le vi expresar en su vida fue atiborrarse de perolitos de Navidad para guindarlos al arbolito. Decorar su casa de Navidad era uno de sus placeres mundanos, al punto que recuerdo haber viajado con un reno y un San Nicolás gigantes, desde los Estados Unidos, en el primer viaje que hice con los Frías Arnal, allá por el año 1993.     
 
Recordar a mi suegro, más allá de mi relación con él o anécdotas con mis hijos, es apreciar el vínculo de respeto que siempre tuvo Mimina con él. En cierta medida, esa relación me recuerda mucho a la que mi mamá transmite con su papá. Una relación donde admiras, quieres y respetas a tu padre, no por sus logros profesionales, o las hazañas que haya alcanzado o los títulos que pudo ostentar en vida, sino sencillamente, por haber sido padres, buenos padres. Y el mundo sería tanto mejor con buenos padres.   
 
Esta Navidad, su última Navidad, allí estuvo el arbolito decorado, con San Nicolás y el reno gigante bajo sus ramas. Álvaro tuvo la fortaleza para regalarnos una Navidad más donde cantó, rio y refunfuñó. Así te tendremos siempre presente, esperando que esa Venezuela que conociste, vuelva a florecer y que sepamos poner siempre a la familia como nuestra prioridad.

31 de diciembre de 2022