lunes, 11 de agosto de 2014

Otra de casualidades

Hace ya unos cuantos años, en su época universitaria en la USB, Elisa mi hermana tuvo un novio con el cual duró un buen tiempo. Fue uno de esos novios que supo ganarse a la familia y que por su espíritu aventurero y los planes que cuadraban constantemente, nos tocó viajar y compartir muchas experiencias juntos. Su nombre, Adriano Sorci, evidentemente descendiente de italianos, de esas típicas familias que llegaron para echarle pichón a trabajar en este país. 

Como puede suceder con todo noviazgo, aquella relación terminó después de varios años, aún cuando todos los demás nos habíamos encariñado bastante con Adriano. El tiempo siguió, cada quién agarró su camino, pero la amistad mutua quedó allí.

Algún tiempo después, una noche ya acostado en mi cama a punto de dormir, José Antonio – mi hermano menor – entró en el cuarto dándome un mensaje algo confuso. Acababa de oír por radio que un familiar de Adriano Sorci necesitaba donantes de sangre. En ese momento no sabíamos si era para él o para su mamá, si era algo planificado o un accidente, en fin todas esas conjeturas que uno hace cuando no tiene toda la información a la mano. Por el programa de radio que oía, relacionado con cosas de aventura, coincidimos en que efectivamente se trataba de Adriano, pues a él siempre le gustó esa actividad y de allí supusimos su cercanía con el conductor o productor del programa.

José Antonio debía tener unos 18 años en ese momento pues nunca había donado sangre, pero rápidamente me dijo: “creo que habrá que ir mañana a la clínica”. En la casa, por tradición alentada fervorosamente por mi papá, así como nos animó a trabajar siempre en mesas electorales a partir de la mayoría de edad, de igual manera nos encaminó a ser donantes de sangre. Adicionalmente, tanto mi papá como varios de nosotros somos O Rh negativo, conocidos como donantes universales, lo cual significa que podemos darle nuestra sangre a cualquier otra persona sea cual sea su tipo, pero sólo recibir sangre de otros O-. Entiendo que somos algo así como el 7% de la población y eso hace nuestra sangre muy preciada, lo cual Jose constató al día siguiente cuando le confirmaron que también era O- y, al igual que a mi, le solicitaron darle una “exprimidita” extra para aprovechar tan buen material.


Al día siguiente estábamos temprano en la Clínica El Ávila, siguiendo las directrices del mensaje en radio. Para quien no ha donado sangre, el proceso es sencillo y no es doloroso, pero siempre da su “culillito” y no es tampoco agradable que lo estén pinchando a uno. Jose estaba aún más asustado pues era su día de iniciación en tales prácticas. Al terminar de donar y tomarnos el respectivo juguito, nos dieron las tarjetas que acreditan que uno ha donado sangre y también la tarjeta para entregar a los familiares como constancia que han recibido en su cuenta del banco “de sangre” unos nuevos activos “líquidos”. Como teníamos tiempo sin ver a Adriano y a su familia – a la cual Jose y yo por ser los hermanos menores de Elisa conocíamos menos – decidimos pasar por la habitación ahora conociendo que efectivamente su mamá era la paciente. 

Entramos tímidamente en la habitación y estaba la señora acostada en su cama con unos cuantos familiares a su alrededor. Adriano no se veía entre los presentes. Estuvimos un rato hablando de como se sentía, que acabábamos de donar sangre y le dijimos que veníamos por parte de Adriano pues habíamos oído el mensaje en radio, lo cual generó buenos comentarios entre los presentes por lo efectivo de Adriano y sus amistades. Luego nos preguntaron cual era nuestra relación con Adriano y explicamos que nosotros éramos hermanos de Elizabeth Guinand. Nuestra sorpresa fue ver la cara de extrañeza en el rostro de esa familia ante el nombre de mi hermana. “¿Elizabeth Guinand? ¿Esa es una amiga de Adriano?”. Todos se veían la cara sin tener idea de quien estábamos hablando. Me dio como impotencia pues Elisa no es precisamente de esas personas – mucho menos una novia – que pasa desapercibida. Segundos después caí en cuenta de la situación y fuimos cortando poco a poco la conversa, hasta despedirnos gentilmente.

Ya afuera en el pasillo, Jose se voltea y me dice aún con tono inocentón: “¿Cómo es posible que no se  acuerden de Elisa? Pareciera que esta no es la misma gente”. A lo cual le respondí: “Claro que no es la misma gente. Acabamos de donarle sangre a la mamá de otro Adriano Sorci”. 

Yo entiendo que en el mundo hay muchos nombres repetidos, pero ¿Adriano Sorci? ¿Dos Adriano Sorci en Caracas? Cuando en la vida pudimos imaginar que un nombre tan particular y tan italiano pudiese toparse dos veces en nuestro camino. 

La verdad es que este cuento y casualidad pudiese quedar aquí y ya es bastante impresionante. De hecho, tiempo después nos hemos vuelto a topar con Adriano Sorci - el nuestro – y hemos compartido esta anécdota entre risas e impresión. Se volvió de hecho en un cuento recurrente cuando hablamos de casualidades, de recuerdos, de cómo donar sangre es siempre un acto realmente voluntario.

Lo cierto es que el cuento no llegó sólo hasta allí. Hace menos de un año, en un festival de videos de deportes de aventura me encontré nuevamente con Adriano. Nos pusimos al día, conversamos un rato y justo antes de entrar al auditorio se detiene y me dice: “¿Sabes que lo del otro Adriano no quedó sólo allí?”. Y entonces comenzó la otra parte de esta anécdota.

Me contó que había estado viajando bastante a Calabozo en el Estado Guárico, pues estaba en la búsqueda de una tierritas por allá. En una de esas visitas y en vísperas de su aniversario de matrimonio vio en una ferretería de Calabozo una vieja máquina de hacer raspados, una antigüedad que su esposa siempre había querido tener, así que la fecha venía bien a ver si la compraba de regalo. Cuando se disponía a pagar y el empleado le pide su nombre para la factura, él dice: “Adriano Sorci”, pero el empleado le comenta que es imposible, pues Adriano Sorci es el dueño de la ferretería. Sacó su cédula de identidad y no sólo comprobó su identidad, sino que confirmó con el despachador que ambos se escribían exactamente igual. 



Evidentemente para ese momento, ambos Adrianos Sorci sabían de la existencia del otro pero no se conocían. Ese día tampoco estaba “el otro”, sin embargo “el nuestro” si pudo conocer a su hermano, así como a su esposa e hijo. Echaron broma un buen rato, compartieron anécdotas a raíz de la diversas confusiones que ambos han tenido a lo largo de los años y la coincidencia de llegar ese día a tal ferretería.

Al despedirse y cuando ya casi se iba, la esposa del otro Adriano Sorci le dijo en tono serio: “Por cierto, tanto Adriano como mi suegra te estarán eternamente agradecidos por enviar esas dos almas caritativas que llegaron a donarle sangre hace ya muchos años”. 

En fin, hacer el bien siempre trae recompensas, agradecimientos muy particulares y anécdotas maravillosas para disfrutar la vida.