lunes, 6 de mayo de 2024

Una historia de amor

Bernardo Guinand Ayala

 

Por sexta vez crucé la misma línea de meta en Los Caobos, puse los brazos en jarra y cerré los ojos, compungido, denotando agotamiento y hasta cierto nivel de frustración, más que por el tiempo realizado, por la impotencia de haberme quedado sin combustible en una media maratón. Facturas acumuladas que la cabeza y las ganas se niegan a aceptar. No pasaron ni quince segundos cuando mi hija llegaba con sus brazos abiertos para aferrarse a mi cuello con todas sus fuerzas y luego colgarme, ella misma, la medalla de finisher. La rabia se desvanecía y me percataba que, a pesar del descontento, volvía a cruzar la meta de una larga distancia; sano, recuperado, en mi ciudad, entre los míos.


Alexandra se había involucrado con la organización del maratón CAF siendo pasante de la productora comunicacional del evento, lo cual hacía que los cuatro que conformamos nuestro núcleo familiar más íntimo estuviésemos esa mañana allí. Nando, por su parte, el menor del clan, cruzaría la meta solo un minuto después, siendo su primera media maratón y logrando clasificar tercero en la categoría juvenil, cosa que sabríamos horas más tarde. Lo recibí en el Parque Los Caobos con otro abrazo, de esos donde debe haber percibido que su logro yo lo evidenciaba más relevante que él mismo. Joven al fin, que hasta ciertas gestas las realizan sin divisar la magnitud que representan.


Un maratón tiene tantos héroes o historias como corredores inscritos, tantos héroes como quienes se atreven a organizarlo o como quienes salen a animar ese día. Incluso un maratón puede permitir, por ejemplo, que la ciudad sea ese protagonista. Tantos héroes que esta historia podría sumar a miles. Podría ser yo, podrían ser mis hijos o incluso podrían ser esas quince almas que salieron a correr esa mañana con un propósito adicional, que incluso sin conocerme salieron a correr por la fundación que represento o mejor aún, por los niños de Caucagüita que apoyamos con nuestro trabajo. Pero de esos miles de desconocidos, de esos quince maravillosos corredores con causa y de esos cuatro más cercanos de mi círculo familiar; esta historia finalmente confluye en una persona. Esta historia se ha ido convirtiendo, a medida que la digiero y que tecleo cada palabra, en una historia de amor.


Salimos apresurados de Los Caobos y encontramos un aventón para regresar al este de la ciudad. En el kilómetro 35 del recorrido, a la altura de Los Dos Caminos, se había instalado bien temprano, todo el equipo de Fundación Impronta junto a niños, jóvenes y maestras de Caucagüita para animar, en ese lugar tan duro y solitario del maratón, a todos los maratonistas, pero muy especialmente a esos quince que habían recaudado fondos por nuestros programas educativos y deportivos.


Sabía que no llegaría para ver pasar a los primeros que cruzaron por allí, pues entre abrazos, distracciones y hasta alguna foto con panas en Los Caobos, el cronómetro había seguido marcando su inclemente paso. Pero sabía el tiempo que estaría rondando esa persona que no podía dejar de ver. Me dejaron en casa, busqué a Kivo - nuestro Golden Retriever - y estacionamos frente al Millenium Mall a media cuadra del punto de animación, que a esa hora estaba repleto de nuestros voluntarios vestidos color naranja, ahora convertidos en fanáticos del maratón, quizás por vocación o quizás por capricho mío y de algunos corredores miembros de la directiva la fundación. En fin, entre Fundación Impronta y el running habíamos estado coqueteando desde la pandemia y, desde entonces, esa dupla no ha dejado de proveernos alegrías y buenos retos.


¡Genial! Mimina no había pasado aún. Entonces, junto a Kivo, quien rodeado por nuestros chamos de Caucagüita presentía a quien yo estaba esperando, tuve el chance de recordar cuando ella ni soñaba en correr. Por ese eterno dilema de vivir ajustados, casi bajo protesta me acompañó a Chicago porque me había ganado la lotería para correr ese maravilloso maratón. Y fue justo allá, en la ciudad de los vientos que, como espectadora, se percató que quería correr alguna vez 42 kilómetros. No fue por adrenalina o por bienestar, ni siquiera por seguirme; realmente fue al ver a ciegos guiados por un tutor, a personas en sillas de rueda, a cientos de veteranos bien entrados en canas o hasta mujeres bastante pasadas de peso, lo que inspiró a Mimina a decir: ¡si esta gente corre un maratón, yo lo tengo que intentar alguna vez en mi vida!


Y allí estaba yo, con mi perro, mi equipo y mi gente querida de la comunidad por la que trabajamos, esperando ver pasar a Mimina rumbo a la meta de su quinto maratón, tercero en Caracas y segundo CAF, pues tuvo que esperar a la vuelta de este significativo maratón para vivir esa experiencia de una carrera de primer mundo, en nuestra agobiada ciudad.


Pasito a pasito, sin pretensiones de tiempo, pero sin descanso, sin quejadera alguna, sin calambres ni achaques y sin dudas que cruzaría la meta, finalmente venía. Puse la mirada hacia el oriente y divisé a lo lejos el tormentoso distribuidor de Los Ruices, desde donde se asomaba la silueta de ella con su característico tumbao. Kivo parecía que lo sentía, aun cuando no supiera que el encuentro sería efímero. Si yo hubiese tenido la resistencia, pero sobre todo la concentración de Mimina, sin importar lo torcido de mi columna o la persistente debilidad de mis piernas, quizás habría realizado algunas hazañas más relevantes en maratón, pero reconocerlas en ella, que sin impaciencia y sin pretensiones es verdaderamente capaz de gozar esa distancia, no tiene precio.


En 2023, Mimina había corrido por primera vez los 42 kilómetros de CAF, pero ese maratón lo había dedicado personalmente a su papá, quien había fallecido el diciembre anterior. Este año, la foto de mi suegro volvía a estar presente en su atuendo, adherida de manera artesanal a su reloj, para poder echarle un ojo cada vez que fuera a chequear su ritmo. Además del recuerdo de mi suegro en la correa de su Garmin, Mimina también llevaba a cuestas los sueños de varios jóvenes de Caucagüita, becados por nuestra Fundación, pues ella era una de esos quince que estaban corriendo con propósito. Así, cuando finalmente la vi acercarse, con su muy característica mano en forma de puño, agitando de arriba a abajo su brazo en señal de ánimo y esa sonrisa como si fuera posible gozar esa tortura sobre el kilometro 35, supe que nuevamente conquistaría aquella meta.


Animar un maratón, cuando tienes a tus afectos corriendo, es un verdadero acto de amor. Esperas por horas para verlos solo un par de segundos sin saber realmente si escucharon lo que le gritaste, si leyeron la pancarta que preparaste o si el fugaz encuentro sirvió realmente como la dosis de adrenalina que esperabas. Pero la vibra de Caracas tiene un plus adicional, quizás por ser nuestra ciudad o quizás por la sangre latina que nos atribuye ese toque de cercanía. Así que habría que estirar esos dos segundos. Y es que ante el agotamiento de Nando luego de sus primeros 21k que, en teoría acompañaría a su mamá a correr algunos kilómetros y mis compromisos con mi equipo de seguir animando al resto de los embajadores de Impronta, fue Carlos, un joven de origen muy humilde de Caucagüita, que conocemos desde que llegamos a la comunidad en 2017 - y a quien este mismo año otorgamos una beca para estudiar el oficio de barbería - quien se apuntó rápidamente para acompañar a Mimina en los últimos 7 kilómetros que la separaban de la meta.

Y es que eso es lo más bonito que tiene la solidaridad; que nunca va en una sola dirección, sino que es recíproca. De esa manera, Mimina salió esa mañana a correr por Carlos, por sus estudios, por sus anhelos, por su futuro, y Carlos lo correspondía de la manera más cercana y útil que tenía; corriendo a su lado, con aquella franelilla sin mangas del maratón de Buenos Aires que hacía varios años yo mismo había donado a la comunidad y terminó en el armario de Carlos.


En efecto, 7 kilómetros más adelante y con Carlos a su lado, Mimina levantaba los brazos en el arco de llegada del maratón, siendo también recibida en la meta por Alexandra, quien le ofrecía la misma receta que todo maratonista anhela: la medalla que simboliza esa élite que logra desafiar la mítica distancia establecida por Filípides hace más de 2.500 años y el abrazo cálido de un ser querido.


Mimina sabe lo que es gozar un maratón. Aún habiendo hecho más tiempo que el año anterior, sin importarle horas, minutos ni segundos, tuvo la capacidad de decirme lo mucho que había disfrutado esta carrera. Y es que ciertamente la competitividad, así sea con nosotros mismos, alimenta a la mayoría de las personas, pero la capacidad de disfrutar el momento presente de manera consciente está reservada para personas especiales.


Y tengo la dicha que esa persona especial es la madre de mis hijos, es mi pareja desde hace 33 años y es la que se sumó a correr, además de la inspiración dada por ciegos o personas mayores, por tener algún plan más que hacer juntos. O me pongo las pilas o pronto alcanzará el número de maratones que he corrido. Así que Caracas, parece que esta historia de amor continuará, nuevamente en tus calles.      

 

17 de abril de 2024