domingo, 3 de septiembre de 2023

¡Buena compañía!

Bernardo Guinand Ayala

 

“Si quieres ir rápido, ve solo. Si quieres llegar lejos, ve acompañado”

Proverbio africano

 

Recién aterrizaba en Caracas y percibía una sensación de guayabo. ¡Me he quedado sin meta! Acababa de correr el maratón de Londres y de repente me había quedado sin proyecto a la vista. Luego de la intervención en la columna, estuve casi dos años con la cabeza puesta en recuperarme y tal como había rezado tantas veces, poder correr de nuevo un maratón. ¡Lo había logrado! Y había sido un desafío de largo aliento, pues dependía de la recuperación, rehabilitación, fortalecimiento y empezar a correr de nuevo. Un plan de un par de años que, efectivamente, me dio foco durante ese lapso y alcanzó su objetivo.

 

“¿Y ahora qué?” llegué a pensar. Sin desesperación, ni apuro, ni drama, pero al llegar a Caracas tuve el impulso de agarrar papel y lápiz y plasmar en un papel algunos planes de corto plazo. Y así como escribo cada enero mis “propósitos de año nuevo”, esta vez, por primera vez, tuve la necesidad de establecer algunas metas para los próximos 4 meses, pues apenas arrancaba mayo y justo cerraría ese lapso en agosto, mes de mi cumpleaños, mes de mis 50 años.

 

Par de líneas para temas generales, otras tantas para propósitos de familia y de trabajo, para luego poner foco en un apartado que titulé: “salud y deporte”. Luego del maratón tenía claro que quería bajar la intensidad al trote, así que escribí: “más montaña”, y unas líneas más abajo, entre interrogantes, me desafié: “¿y si nos vamos pa Mérida?”.

 

Aún tenía la espina clavada del infructuoso ascenso al Bolívar en 2021 por aquella inesperada nevada en plena temporada de sequía. Pero la idea era solo una hipótesis, pues sabía que agosto corresponde a temporada invernal en los Andes venezolanos y ya había vivido cómo el clima puede afectar los planes, sobre todo al tratarse del Pico Bolívar, donde dependes de equipos y apoyo técnico. En fin, perfecta excusa para dejar el plan entre interrogantes, pero un expedito mensaje encauzó el futuro.

 

A un día de haber llegado a Caracas, decidí escribir a Ender Díaz, un guía de montaña merideño con quien habíamos hecho cumbre en el Humboldt en 2020. “Epa Ender, esta es una idea aún vaga, pero ¿sería posible hacer el Bolívar en agosto, en pleno invierno, ya que cumplo 50 años en esa fecha?”. El merideño, urgido en concretar montañistas, antes de responder a la duda ya estaba mandando un plan de varios días y sus noches, los potenciales lugares de acampada y el atractivo de sumar el Pico El Toro a la odisea. Proponía la ruta por la cara norte de la Sierra Nevada, siendo un atractivo para mí que ya había recorrido el trayecto por la cara sur desde Los Nevados. 

 

Una vez engarzado en el anzuelo, comencé a indagar quiénes podrían venir a mi fiesta. Por lo complicada que se vuelve la montaña cuando le sumas cuerdas, arneses, rapeles y clima invernal, tenía claro que debía ser un grupo pequeño, pues mientras más grande, más complejo suele ser todo. Dos primeros candidatos eran obvios: mi hermano José Antonio, compañero de innumerables aventuras, y mi hijo Nando, sólido en la montaña y quien me había acompañado en aquel intento fallido al Bolívar.

 

Como quien no quiere la cosa, una mañana en el Parque del Este lancé la iniciativa a mi team, autodenominados #CuelpoE’NiñoRunningClub esperando inicialmente un rotundo DPC (Dos Patadas por el C…) pues todos los intentos previos para subir montaña con ellos habían recibido, siempre, un sólido rechazo. Sin embargo, tanto Pedro Luis Álvarez, como Carlos Behrends se entusiasmaron con el plan, arrugando luego este último por lesión. El “Burri” Centeno se sumó más adelante, pero también se bajó del autobús lesionado.

 

La presencia femenina sumaría, lógicamente, su representación. Daniela Rodríguez “la trujillana”, corredora y amante de la montaña, sin pensarlo dijo: ¡Si, si, si a la primera! Luego Mimina, mi esposa, tratándose de mi cumpleaños y tras el desafío de llegar a lo más alto de Venezuela, también se apuntó, para mi asombro y duda.   

 

El team se consolidó con estos 6 aventureros – Mimina, Daniela, Pedro, Jose, Nando y yo – teniendo mi única reserva con Mimina, quien subió conmigo al Ávila siendo novios en el primer lustro de los noventa y más nunca volvió a encaramar una pata en el cerro, salvo un breve paso por Mifafí-La Culata en 2021. Por eso, estas líneas, más que de montaña, paisajes, desafíos, nevadas y frío, trata realmente de ella y de este grupo cercano de amigos y familia que decidieron hacerme compañía en esos 6 días y 5 noches de montaña, donde ni la altura, ni el clima, impidieron poner nuestros pies en lo más alto de la geografía venezolana y celebrar, muy a mi estilo, estos 50 años de vida.

 

Volamos vía El Vigía, la van del Señor Wilson nos llevó a Mérida, y el 16 de agosto ya estábamos en Mucunután, a casi 2.ooo metros de altura, dando los primeros pasos. Si bien el Bolívar puede tener la tentación de hacerlo en un ascenso flash subiendo en teleférico hasta Pico Espejo, a los puristas de la montaña nos gusta comernos la montaña a pedazos y entrompar el desafío desde la pata del cerro. Y así fue.

 

Más rápido de lo esperado, en poco más de 3 horas transitando el camino de “los callejones”, muy similar en vegetación y ruta al trecho desde El Banquito a No Te Apures en El Ávila, ya habíamos ascendido los casi 1.300 metros de desnivel para llegar a lo que sería nuestro hogar por las próximas tres noches, la casa de Pedro Peña, una humilde pero amplia casa convertida en posada provisional y ubicada en una privilegiada loma descampada de la montaña, con vistas maravillosas al Pico Bolívar en uno de sus flancos, a la sombra de los cachos del Pico El Toro encima nuestro y una panorámica distante de la discreta silueta de la Sierra de La Culata para contemplar de día y disfrutar el incansable relámpago del Catatumbo, detrás de ella, por las noches.

 

Nuestro anfitrión irradiaba el auténtico carácter de un ermitaño, más cómodo con sus animales que con sus huéspedes, inicialmente. Se pavoneaba al ser nieto del célebre Domingo Peña, baquiano merideño inmortalizado por guiar a Enrique Bourgoin y a Heriberto Márquez en el primer ascenso al Pico Bolívar en 1935.

 

La Casa de Pedro Peña nos garantizaba cama en lo que otrora fuera la casita de su abuelo, una cocina con fogón de leña que Pedro avivaba cada madrugada junto a su fiel gato Benito y su perra Peluchina y donde nos calentaba, alcahueta total, una olla con agua para darnos un baño o asegurarnos café y té a cualquier hora. En fin, todo un Marriot a 3.240 msnm, atendido por su propio dueño.

 

El segundo día marcaría una pauta de la expedición. El cambio de planes. Se suponía que ese día haríamos una caminata relajada hasta Loma Redonda para establecer allí un segundo campamento, pero las autoridades de INPARQUES prohibieron acampar allí, salvo a otro grupo con vara más alta. Así que nos quedamos instalados en Casa de Pedro, a menor altura, cómodos, pero requiriendo mayores distancias para alcanzar los objetivos. Ese día, lejos de hacer aquel trecho corto y relajado, emprendimos una arremetida de casi 1.500 metros de ascenso hasta el Pico El Toro, conquistando, con un día de anticipación, una de las águilas blancas que ninguno de los invitados había coronado con anterioridad.

 

Madrugamos, tomamos café y a las 6:30 estábamos rumbo a La Aguada para seguir hacia Loma Redonda con el Bolívar siempre de compañía y la majestuosa cascada del Sol que cae abruptamente por su cara norte hacia el Valle de Los Calderones. El grupo iba compacto y animado, solo desalentados por una burocrática inspección en Loma Redonda, donde evidenciamos el poco interés de las autoridades por los senderistas. En medio de la imponente Sierra Nevada, los montañistas, esos que mayor amor y cuido profesamos por la naturaleza, nos sentimos tratados como turistas de segunda.

 

Desayunamos arepa andina rellena de pernil con la Laguna de los Anteojos a nuestros pies, para luego emprender el viaje hacia el camino de los Colorados y llegar al Alto de la Cruz donde una ruta sigue cuesta abajo hacia Los Nevados. Pedro Luis, a la cabeza, iba como el boyscout que fue en su infancia y giró a la derecha para tomar la vía de El Toro, guiado por los mojones de piedras puestos en la ruta para indicar el camino que se pierde entre los enormes peñascos que conforman la cordillera. Pasada la laguna Ojo de Agua, comenzó un ascenso más pronunciado que percibimos, más que por las piernas, por la agitación de nuestra frecuencia cardíaca, esperando llegar a la famosa canal que supondría la parte más técnica del trayecto, pero que, casi sin percatarnos, finalizamos sin contratiempos.

 

Presencié, con emoción, como Mimina, la que en teoría no iba a desgastarse subiendo a El Toro, rampaba cual felino por la piedra más pronunciada para llegar al tope, bajo la protección siempre atenta de Alexis, ese noble merideño que ya nos había acompañado al Humboldt y Bonpland, como fiel guardián protector de mis afectos. Mientras, Nando se colaba de primero en El Toro, alzando la voz de cumbre.

 

El tercer día fue más relajado, pero no exento de descubrimientos. Hicimos una travesía desde nuestro refugio, pasando por la estación de teleférico La Aguada, para continuar hacia la Laguna La Fría en un trayecto de pocos ascensos. Para disfrutar las maravillas de nuestras montañas no hay que buscar solo cumbres, sino cada rincón, laguna, río o valle escondido en sus entrañas. Caminamos, visitamos uno de los pocos refugios que aún quedan en la Sierra Nevada y nos deleitamos con salchichón, queso ahumado, dátiles y algún otro manjar que en la montaña siempre sabe mejor. Aquella tarde, cuando pensábamos recogernos para descansar, aún nos quedaría hacer otro viaje extra para llevar nuestros pesados morrales, ya sin ayuda de las mulas, hasta la estación del teleférico para ahorrarnos ese peso hasta el Espejo.

 

A la mañana siguiente nos despediríamos de Pedro Peña y su séquito de animales, especialmente de Spike, un cariñoso perrito criollo que nos había acompañado en cada excursión durante esos días. Nuevamente tocó la burocracia del teleférico para poder embarcar nuestros morrales y poder emprender la ruta hasta Pico Espejo. Paciencia. Así que más tarde, dejando atrás el peloteo, estábamos aventurándonos en uno de los días de montaña más extensos y preciosos de todo el recorrido, desde Loma Redonda hasta Pico Espejo.

 

Nuevamente divisamos los Anteojos, par de lagunas de idéntico tamaño a las faldas de la Loma Redonda, transitamos el terreno plano hacia Los Colorados con el imponente Toro a la derecha y el intocable Bolívar a la izquierda. Esta vez, antes de llegar al Alto de la Cruz, tomamos el desvío a la izquierda hacia tierras desconocidas para nosotros. Pasamos el Moya, un lugar propicio para acampar, aunque muy expuesto a las inclemencias de la naturaleza. ¡Ahí debe hacer “pacheco” en las noches, compadre! pues está en plena vía, sin protección alguna de rocas que mitiguen el viento, pero con un balcón natural que mira hacia Mérida que debe ser “5 estrellas” en una mañana despejada. Saqué mi celular, volteé y vi a José Antonio encaramado en un pedestal tomando una foto y alcancé a retratar una de las imágenes que más me gustó de la travesía. Neblina a medias, dos cumbres al fondo y la compañía del otro fotógrafo que le daba toque humano y perspectiva a la imagen.

 

Algo más adelante cruzamos la ventana que nos desviaría desde la cara norte a la cara sur de la montaña. Cambiamos de fachada y la sensación de estar más expuestos, más en medio de la nada, fue apoteósica. Transitando aquella ruta, siempre en continuo ascenso, coincidimos que había sido uno de los recorridos más bellos. Mientras más nos alejábamos, paradójicamente mejor divisábamos El Toro y El León a nuestras espaldas. Sobre nosotros empezaba a aparecer, como un cohete a punto de despegar, la Cresta del Gallo, otro de esos célebres riscos puntiagudos no apto para cardíacos. Un ligero picoteo en el camino nos avivó las fuerzas y más adelante divisamos a un hombre gigantesco encaramado en un punto que lucía inaccesible. El espolón Miranda. Una majestuosa estatua de Francisco de Miranda en un lugar inimaginable en la cresta de la montaña. Un recuerdo, más que de nuestro prócer, de la ambición del hombre por poner su estandarte donde ni siquiera lo podríamos imaginar.

 

A golpe de las 2:00 pm coronábamos el Pico Espejo topándonos con la estatua de Nuestra Señora de Las Nieves, patrona de los alpinistas, bajo la mirada sorprendida de algunos turistas del teleférico que nos veían como héroes. Tarde de práctica de rapel en un sector llamado La Cloaca, justo detrás de la Virgen, para cenar un buen plato de pasta y tratar de descansar para el madrugonazo, y las sorpresas, que nos tocaban al día siguiente.

 

Noche de poco dormir. Entre el "culillómetro" activado, la dificultad de conciliar el sueño a 4.765 msnm y la tronamentazón que ponía aún más emoción al espectáculo, mi fiesta de cumpleaños vendría con sorpresas inesperadas. A las 3:00 am sonó el despertador. Algún compañero del refugio, aún bajo el calor del sleeping, disparó el primer ¡Feliz cumpleaños! Había llegado el día.

 

Solo tomamos café. Craso error. Esperábamos una parada más adelante, con algún rayo de sol para desayunar, pero los acontecimientos que vendrían retrasaron al máximo ese momento. Y nunca veríamos aquel rayo de sol. Con toda la artillería encima - chaqueta, guantes, gorro, buff, arnés, casco y linterna – salimos a paso conservador, por la vertiente sur en un tramo lleno de rocas sueltas y mucha bajada. “¡Ay! Lo que nos espera de regreso” fue lo que pensé, sin imaginar lo cansado que estaría para ese momento. 

 

A lo lejos empezábamos a ver unas luces que pronto aparecieron en movimiento. En efecto, el mismo grupo que habíamos visto acampando en Loma Redonda, había pernoctado esa noche en el campamento Albornoz y también pensaban coronar, aquel domingo, el Bolívar. Por ser un grupo más pequeño y situarse más cerca de la cumbre, era lógico que se adelantaran y sus luces empezaban a mostrar su ascenso por la laguna de Timoncito.           

             

Seguimos a paso firme y aún en la oscuridad trataba de recordar el camino recorrido en enero de 2021. Subimos el trecho llamado La Escalera y rápidamente me ubiqué y le dije a Nando: “aquí fue donde nos empezó a nevar aquella vez”. Ahora, a pesar de lo encapotado y el rugir de los truenos a la distancia, parecía que avanzaríamos más, pero apenas terminamos de subir La Escalera y divisar la larga canal que había hasta Roca Táchira, algo de agua empezó a caer en nuestra cabeza. “¡No puede ser coño, no otra vez!” pensé, y recordé a la familia López, unos amigos valencianos conocidos en la montaña, a quienes el Bolívar les había sido esquivo en varias oportunidades.

 

El otro grupo de montañistas había atacado la canal previamente y lo que era agua comenzó a convertirse en nieve. Los movimientos, entre fijar cuerdas y subir con prudencia, se volvían más lentos y nuestro guía trató de abrir una ruta alterna para ver si avanzábamos en paralelo. Fue infructuoso y aquella idea terminó retrasándonos más.  Así que, no mucho más arriba de dónde nos había tocado volver caras la vez pasada, estaba nuevamente ante el mismo dilema, pero con la firme convicción de que el día levantaría. Hubo un minuto, no más de eso, que el cielo mostró su azul por encima de nosotros. Pero fue un solo minuto y el estruendo volvió a marcar la pauta.

 

Pelo a pelo subimos la canal. Habíamos dejado de ser montañistas para ser escaladores, sujetos a nuestra cordada y más adelante ayudados por un jumar o ascendedor, una especie de gancho colocado en la cuerda que permite halar hacia arriba, pero se bloquea hacia abajo. Nos habíamos dividido en dos grupos, asistidos cada uno por un guía. En el grupo 1 estaban las dos mujeres de la expedición acompañadas por Pedro Luis. En el grupo 2 estábamos, supuestamente, los más versados en montaña: Nando, Jose y yo. Lo cierto es que al team número 1 les tocó ascender en condiciones más precarias y sin quejarse. Con el sonido de sus risas, a ratos, iban desafiando la gravedad y las condiciones de la naturaleza, con las montañas ahora pintadas de blanco.  

 

Ese grupo iba a la cabeza y otras veces invertíamos. Pasamos la canal, Roca Táchira, el Diamante y Nando perdió la paciencia. “Otra vez me metiste en este f$/&@ Bolívar” llegó a reclamarme mostrando sus guantes emparamados. Con tanta agua era mejor quitárnoslos y soplar nuestras manos con aire caliente. Pero peor aún era la falta de desayuno que habíamos dejado atrás sin esperar que nos sorprendiera nuevamente una nevada. En fin, volvía a tener la sensación de estar cerca, pero en condiciones adversas y tratando de manejar las emociones. Escuchamos al otro grupo de montaña gritar “cumbre” y la verdad pensé: “yo corono hoy este fulano pico”.

 

Llegamos a La Ventana, un célebre paso que suele dar vértigo a los escaladores pues quedas expuesto, de espaldas, con un largo acantilado que apunta a la ciudad de Mérida. Estaba tan nublado que la verdad ni chance nos dio de asustarnos. Aseguramos nuestra línea de vida al pasamanos puesto en la pared y nos dispusimos a un último y rudo ascenso por una chimenea que lleva a la ante cumbre. Avancé de primero, sujeto a mi cuerda y con la mano derecha manipulando el jumar, hasta el último escalón, muy complicado, en el cual había que utilizar la fuerza de ambos brazos y buscar muy bien dónde apoyar los pies. Uno a uno, vi como todos mis compañeros de ruta se abrazaban al peñón tratando de salvar ese último obstáculo, siempre con una mano amiga de apoyo. Nando creyó que habíamos llegado y al decirle que faltaba un trecho, casi se queda allí sentado. Pero resulta que estábamos más cerca de lo pensado.

 

Esperamos que Mimina terminara de subir la chimenea, para tomar el último pasamanos esperando ver el busto del Libertador. Empezamos a escuchar un sonido como electrificado en el ambiente y Nando me preguntó si era la cuerda. Me detengo y pregunto: “Epa Ender, aquí hay un sonido extraño”. A su estilo nos dijo que eso era normal y frente a nosotros apareció Bolívar, mucho más grande de lo que imaginaba, pero casi soltando chispas. Era entonces evidente que con la descarga eléctrica que había sucedido, el busto del Libertador estuviese bien cargado de energía al darnos la bienvenida.  

 

No hubo grito de cumbre, no hubo foto todos juntos, menos se nos ocurrió sacar el postre que había cargado para celebrar el cumpleaños. Lo único parecido a una celebración fueron los 20 segundos del video que Pedro Luis, bajo una intensa nevada, dedicó a Mate, su esposa, donde declaraba con Simón Bolívar de testigo: “aquí, ahorita, mi amor Mate, no hay un hombre más alto en Venezuela que yo ahorita, en este momento”.  

      

A esas alturas, solo Pedro Luis lograba sacarle una sonrisa a Nando y sólo su mamá lograba ofrecerle lo que necesitaba: una galleta más, un abrigo extra, una palabra tranquila. Mientras, José Antonio asistía diligentemente a los guías por tener más experiencia en cuerdas y Dani se concentraba en aguantar la pela de frío que nos envolvía.  

 

Por primera vez pensé que, en efecto, la verdadera cumbre no era aquella sino regresar sin contratiempos a nuestro refugio. Y bajo la nevada tocaba aún descender y volvernos expertos en rapel. Casi desde la cumbre se había abierto una ruta de descenso, bautizada como “El Desahogo” que permite que los escaladores que descienden no topen con los que van en ascenso. Eso supuso lanzarnos unos 60 metros en vertical al comenzar el retorno. Bajé de último y no pude sino sorprenderme de la destreza de mis invitados en el descenso. Podrían estar pasando trabajo, pero esa gente vino a gozar.

 

La siguiente parada desafió nuestra paciencia al mantenernos inmóviles a la altura del Diamante por mucho tiempo y terminó de demostrarme la actitud de Mimina en la montaña. No solo se dedicó con ternura a alentar y calentar a Nando en ese momento de tensión, sino que se ofreció de voluntaria para conectar el tramo que descendía hacia Roca Táchira. Casi sin darnos cuenta, Mimina estaba derrapando hacia abajo tratando de conectar el lugar dónde estábamos con el siguiente punto de anclaje. Sin visual tras una gran piedra, no alcanzábamos a ver las peripecias de Mimina, quien se balanceaba de un lado a otro, según las instrucciones de los guías, para ser luego auxiliada por uno de ellos y tender con claridad la cuerda por donde descenderíamos los demás.

 

Objetivamente, fue el momento más tenso y, a su vez, el que Mimina recuerda con más emoción al sentirse como Ethan Hunt completando alguna Misión Imposible. Salir de aquella inercia había sido clave y Mimina, la supuesta inexperta, fue quien lo lideró, no solo por la aventura, sino, como buena mamá, asegurar que Nando descendiera lo antes posible para darle abrigo y algo más sustancioso de comer.

 

Nando bajó aquella zanja descompuesto, pero bastó la rápida intervención de Alexis, brindándole su chaqueta y una arepa resuelta, que ya estaba rozagante para cuando yo descendí. Un último rapel largo, menos inclinado, nos ahorró todo el trecho de las Escaleras y finalmente pisábamos firme para completar, con nuestras piernas, el largo camino que aun nos quedaba entre Timoncito y Pico Espejo.      

 

Mimina quedó aquel último trecho pendiente de mí. ¿Quién lo diría? La oí girar instrucciones a Alexis para que no me dejara. Madre y también esposa al rescate, sin desfallecer un solo segundo. Y ahora me veo, escribiendo esta dilatada bitácora, para realmente llegar a este párrafo y destacar el verdadero sentido que tuve a la hora de escribirla. Y es que la travesía al Bolívar refleja perfectamente la travesía emprendida en nuestras vidas y donde la clave está en la ¡buena compañía! que escojas para hacerla.

 

¡Qué mejor recuerdo y aprendizaje puedo recalcar! El camino, el clima, las circunstancias pueden ponerse difíciles, de allí que la clave está en quiénes quieres que estén a tu lado para transitarlo. Y yo no puedo estar más agradecido. En el Bolívar y en mi vida.    

 

Gracias Pedro, Dani, Jose, Nando… y gracias Mimi, por estar siempre a mi lado.             

                              

 

          3 de septiembre de 2023