lunes, 5 de julio de 2021

Paciencia y fe


Bernardo Guinand Ayala

 

Nada te turbenada te espantetodo se pasaDios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta. Santa Teresa de Jesús

 

 Abrí los ojos y allí estaba el Dr. Scholtz de pie, frente a mí, esperando. “Nos diste trabajo, ha tomado más tiempo de lo esperado, pero ya salimos de eso”. Sentía un extraño dolor en un hombro, producto de estar 5 horas anclado en la mesa de un quirófano boca abajo, pero curiosamente no sentía esa extraña sensación de resaca que suele dejar la anestesia. Vamos bien, pensé… ¿Cómo podría haber imaginado que estaría en el mismo lugar en menos de dos semanas?

 

Desde la primera consulta que tuve y a pesar de que las placas demostraban un deterioro importante de mi columna, me consta la cautela del Dr. Scholtz en intervenir la columna. Cuando un cirujano busca medidas alternativas antes de entrar a quirófano, particularmente me da mucha confianza. Nunca lo dijo así, pero siempre leí entre líneas que su mensaje transmitía: “tocar la columna no es juego de carritos” y por meses procuramos seguir fortaleciendo, hasta que los hechos pesaron más y la junta de neurocirujanos recomendó escalar al siguiente nivel.

 

Diez días después volví a abrir los ojos, en la misma sala, ahora quizás con más temor y buscando nuevamente la mirada del doctor. Al ratico apareció con un mensaje muy similar. La cirugía había vuelto a tardar algo más de lo esperado, pero el inconveniente había sido resuelto. Unos fragmentos de hueso que habían sido colocados entre las vértebras afectadas para propiciar su fusión, se habían desprendido y fueron justo a parar a la raíz de los nervios produciendo el dolor que esa semana había padecido, e incluso fisurando la duramadre causando una fuga de líquido cefalorraquídeo, lo que explicaba los dolores de cabeza y el bulto en mi espalda que había sido drenado dos días antes.  

    

Si hubiese podido escribir en aquel instante la experiencia entre la primera y segunda cirugía, quizás este artículo lo hubiese titulado “dolor y miedo”, pues los días y las noches se tornaron en horas interminables buscando alguna posición que no molestara. Obviamente sabía que la recuperación sería gradual, pero no esperaba el persistente dolor lumbar, la terrible ciática que ahora lanzaba corrientazos seguidos en la nalga izquierda y la aparición de presión aguda en la cabeza que me obligaba a acostarme, siempre y cuando el nervio aceptara la posición. El dolor produce al menos dos efectos muy complejos: la molestia o dolor físico en sí mismo y la capacidad de anularte mentalmente para desarrollar el resto de tus destrezas. Estás a merced de ese dolor, sintiéndote totalmente inútil y vulnerable.

 

Es desde esa misma vulnerabilidad desde donde escribo mi experiencia y la avalancha de pensamientos que se cruzan por la cabeza cuando estamos tan expuestos a ella. Aunque evidentemente no se trata de un interruptor que se pasa instantánea y definitivamente a modo on, en un momento procuré dejar de enfocarme en el dolor y adoptar como receta dos condiciones indispensables para asumir la recuperación: paciencia y fe.     

 

“La vida es un maratón y no una carrera de 100 metros” traté de repetirme para mis adentros, así que el punto de partida era tomarlo con serenidad y darle tiempo al tiempo. Generalmente las horas del día se quedan cortas para todo lo que deseamos hacer, pero ahora me encontraba con exceso de horas esperando pasar a otro día para sentirme mejor. Independientemente de la complicación y el retraso, la reflexión ha sido útil para saber que este tránsito será largo y que debe ser vivido a plenitud durante su trayecto. Cultivar la paciencia, entonces se convirtió en uno de los aprendizajes claves.

 

Afortunadamente, aunque me tomó muchos días dedicarle así fuera un ratico a la lectura, el momento de la intervención me agarró leyendo el “Libro de la Alegría” que resume una serie de conversaciones entre el arzobispo surafricano Desmond Tutu y el Dalai Lama, en la India, lugar donde está exiliado el monje budista tibetano. Ambos líderes espirituales, en las reflexiones sobre la alegría, coinciden que uno de sus pilares claves está en cultivar la compasión, cuya traducción del latín sería “sufrir con”. Así entonces, mientras pasaba largas horas viendo - literalmente - el techo, comencé a pensar, más allá de mis propias molestias, en las de tanta gente que sufre o han sufrido males muchísimo mayores. Pensar en otros, tratar de ponerme en sus zapatos, aliviaba entonces mis dolencias temporales y me recordaba cómo en cada uno de esos casos, la espera paciente ha sido clave.

 

Pensé, por primera vez con verdadera conciencia, en el padecimiento de San Ignacio, a 500 años de haber recibido un balazo de cañón que le volvió trizas una pierna y en su proceso de sanación durante un año sin antibióticos ni analgésicos. Pensé en Henry de Caucagüita, yendo 3 veces por semana a dializarse en un hospital público, durante muchos años y agarrando una camionetica de vuelta a casa cuando las fuerzas están en el suelo. Pensé en Mario, mi pana del colegio, intervenido 3 veces de columna con mucha incertidumbre y pasando por un largo período hospitalizado. Pensé en personas con alguna discapacidad o desplazados o heridos en alguna guerra, en aquellos que aguantan verdaderamente dolor por haber perdido alguna parte de su cuerpo en condiciones además infrahumanas. Pensé en tanta gente pobre en el mundo, que después de una enfermedad o una cirugía, si es que pudieran acceder a ella, deben subir o bajar las escaleras empinadas de su barrio y asumir su recuperación bajo condiciones muy precarias. Ese sufrir con, que define a la compasión, lejos de sumirte en una ola de tristeza, sirve como motor para asumir con temple tu propia historia.

 

A la paciencia se suma la fe como motor. A lo largo de los años he desarrollado mi conexión con la fe a través de las obras más que por vía de la oración. Aunque es algo que considero clave, confieso que me cuesta enormemente concentrarme para orar o meditar. Este momento surgía como una oportunidad de oro y aun así me costó muchísimo, pero descubrí una terapia maravillosa en el camino. Si bien la paciencia es algo que no se puede transferir a un tercero, la fe si es algo compartido donde la fuerza colectiva la potencia. De esa manera y sobre todo en esa larga semana totalmente acostado tras la segunda operación, tomé con mayor conciencia cada mensaje que recibía preguntándome cómo estaba o deseándome una pronta recuperación, y sobre todo, ofreciendo sus oraciones para ello. Así, esas verdaderas redes de apoyo se convirtieron en alegría y confianza cada vez que alguien me decía: “seguimos rezando”. Desde las visitas de mis padres e hijos, la cercanía de mis médicos y enfermeras, el chat de mis hermanos, tíos y amigos, gente que incluso conozco a través de Instagram, encontré palabras que me generaban consuelo y me exigían también una oración por cada uno de ellos y por cada persona que sufre en el mundo. Me he sentido querido por tanta gente, que conmueve y emociona, así como constaté el poder de la fe y la oración como alivio e impulso para seguir.

 

Dentro de tanta contención, no hay palabras que hagan mérito suficiente a quien tuvo que aguantar los quejidos en las noches o consolarme cuando entré en pánico por un dolor de cabeza luego de la segunda cirugía. En su libro “El hombre en busca de sentido” Víctor Frankl aborda por primera vez ese sentido que te aferra a la vida cuando habla del recuerdo de su esposa. “…la salvación del hombre está en el amor y a través del amor”. La vida es un camino tan maravilloso como complejo, pero doy gracias infinitas a Dios por poder hacer este recorrido acompañado. Qué tanto más fácil se me ha hecho con Mimina al lado, sin dejar además de atender a nuestros hijos y mis suegros quienes también han vivido etapas de convalecencia. A pocos días de arribar a 20 años de matrimonio y 30 juntos, que tan cercanas han sido esas palabras: “en la salud y en la enfermedad”. ¡Que privilegio el mío!

 

Junto al Dr. Scholtz y equipo de
neurocirugía del CMDLT

Volví a abrir los ojos y ya no estaba el Dr. Scholtz frente a mí. Me encontré nuevamente escribiendo, en casa, mejorando. Y mientras fueron transcurriendo los párrafos, mi columna remendada aceptó un poco más la posición en esta silla. Quizás escribo para mí, para que cuando la vorágine de la vida cotidiana me atrape de nuevo, pueda en algún momento revisar este texto y recordar cuán vulnerables somos y cuánto debemos seguir cultivando la compasión y el amor. Y quizás esas ideas que me han guiado durante estos días, recuerden a las descritas con mayor elegancia por Alejandro Dumas al final de El Conde de Montecristo: “…toda la sabiduría humana estará contenida en estas dos palabra: ¡Espera y confía!”                          

          5 de julio de 2021


PD: Mi agradecimiento profundo por cada palabra, oración, compañía de cada uno de ustedes y al talento de todo el equipo de salud del CMDLT, encabezado por el Dr. Herman Scholtz, con quienes me he sentido en casa.