viernes, 27 de noviembre de 2020

La solidaridad es la fuerza que nos mueve

Bernardo Guinand Ayala

 

“¡Epa primo! En unas semanas debo estar en Caracas ¿crees que puedas apoyarme coordinando unas visitas a La Vega para mi tesis de grado?” Debía ser 2014 y algo así era el mensaje que recibía de Roberto quien viajaba desde Harvard a la parte alta de La Vega para realizar una serie de entrevistas a propósito del duro tema que escogía para su tesis de post grado: la violencia.

 

A Roberto no le gustan los retos fáciles; decidió meterse en lo social, en la política, abordar el tema de la violencia en Venezuela y escoger como foco de acción el complicadísimo municipio Libertador de Caracas. Como buen millennial y miembro de la generación 2007 ha sabido “vender” muy bien su trabajo, solo que a diferencia de muchos otros, no es solo fotos y redes sociales, sino que sus propuestas llevan mucho en la bola y los resultados están a la vista.

 

Caracas Mi Convive - su organización madre - propone vías de erradicación de la violencia en Caracas con base a las mejores prácticas del mundo, con programas concretos, con un equipo multidisciplinario y con investigaciones que, más allá de mostrar resultados y desnudar este tema tan álgido, ofrece orientaciones para el resto del país con una rigurosidad académica.

 

Alimenta La Solidaridad - su consentida - es un programa convertido en organización que nace sin tenerlo previsto, dando respuesta al terrible drama del hambre presente en el país. Ha crecido vertiginosamente en cada parroquia del municipio Libertador, sirviendo también como franquicia social que ha sido exitosamente implementada en otros 13 estados del país con apoyo de líderes y aliados regionales.

 


Recuerdo, cuando eran muy pocos los comedores, fuimos como familia a preparar hallacas por estas fechas en el Colegio Andy Aparicio - Fe y Alegría - en conjunto con las familias de la comunidad de La Vega, lo que derivó en una de las primeras propuestas de auto-sostenibilidad del programa. De ese primer comedor y menos de un centenar de niños, ahora el programa se extiende a 239 comedores dando de comer a decenas de miles de niños todos los días.     

 

Esta semana, regresando a casa para almorzar, me percato que una camioneta del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional SEBIN - que todos sabemos al “servicio” de quien está - le hacía “la visita” a los padres de Roberto. La persecución, el hostigamiento y hasta el miedo se nos hacían más tangibles como familia. Y a pesar de lo obvio, es decir, que sabemos que los sistemas totalitarios no necesitan excusas para perseguir a quien le provoque, muchos se preguntarán por qué Roberto aparece como nuevo objetivo. Me atrevo a especular que Robertico - como le solíamos decir en familia - combina un par de características que aterran al régimen: talento y legitimidad.

 

El talento de Roberto no viene por lo académico. O no solo viene de allí. No depende de sus estudios y reconocimientos en la USB o Harvard, sino que tiene una gran capacidad para estar siempre un par de pasos adelante. Cuando le dicen que Alimenta La Solidaridad es un proyecto asistencialista, él tiene rato pensando y ejecutando como se transforma en un proyecto de formación y desarrollo comunitario. Cuando le dicen que será difícil la sostenibilidad a largo plazo, ya Roberto y su equipo han dado varias vueltas ejecutando programas de autofinanciamiento - como Sustento - u otras iniciativas. No han sido programas oportunistas o puntuales, sino que siempre pone la mirada en el largo plazo, incluso demostrando que el éxito del programa – así como del país – será cuando desaparezcan los comedores. Y trabaja para ello.                     

 

Por otro lado, la legitimidad de Roberto, sobre todo en las barriadas donde trabaja, generando cimientos de tejido y compromiso social en lugar de visitas esporádicas tipo campañas politiqueras, es quizás el mayor temor de quienes hoy controlan el país.

 

En 2018, preparaba con Roberto una intervención para un congreso internacional de fundraising; congreso al cual no pudo asistir en ese entonces por una señal de alerta que provenía desde el nefasto programa del fulano ese del mazo. Mientras trabajábamos en ello, analizamos los elementos de éxito que habían hecho de su programa alimenticio un caso exitoso desde el punto de vista de la consecución de recursos. Destacamos muchos factores: una cartera diversa, la constante innovación, acceso a financiamiento, mensajes claros con vías de comunicación adecuadas, inversión en campañas; pero Roberto siempre tuvo claro que el pivote central del proyecto, el verdadero motor de Alimenta La Solidaridad no es el financiamiento internacional o las alianzas desarrolladas, sino la gente de la comunidad, el aporte voluntario de las madres de cada comedor. Ese, indiscutiblemente, es el mayor aporte en recursos y representa la verdadera sostenibilidad del programa. Pagar por ello, lo haría sencillamente imposible, así que esas madres no son - solo - beneficiarias o voluntarias, sino las principales contribuyentes de ALS. Destacar, trabajar y profundizar en ello ha repercutido en la legitimidad que hoy tienen.  

 


La solidaridad es una fuerza poderosísima. Justo porque no se sustenta en la dependencia o la sumisión. La solidaridad no es una vía o calle angosta de un solo sentido, sino una autopista con múltiples canales de ida y de vuelta; el que da también recibe y el que recibe puede compartir también lo que tiene. Eso genera pavor para aquellos que desean que la pobreza siga reinando y que las relaciones sean unidireccionales. Hoy se criminaliza a la solidaridad, como se hizo con las protestas, con el que produce, con el que sueña, con el que piensa distinto. Otra piedra en el camino. Contra el atropello y hostigamiento, que siga siendo la solidaridad, esa fuerza que nos mueve. ¡Contigo primo!              

 

          27 de noviembre de 2020

domingo, 8 de noviembre de 2020

Momentos

Bernardo Guinand Ayala

Momentos. La vida es la suma de efímeros momentos que se plasman en nuestra memoria y al recordarlos volvemos a vivir. Mil veces se ha escrito que un maratón es como la vida resumida en 42 kilómetros de intensidad y manteniendo la comparación, también está cargado de fugaces momentos y emociones muy marcadas. Suelo escribir de mis carreras y siempre ha habido similitudes pero también grandes diferencias entre ellas sobre esos momentos épicos que se quedan grabados y que generalmente suelo recordar por el kilómetro que recorría. Este año no podía ser diferente y aunque en lo deportivo hice quizás la peor carrera posible, vengo cargado de momentos maravillosos que son con los que me quedo.

A diferencia de cualquier experiencia previa, donde siempre exponía los momentos vividos a partir de kilómetros muy avanzados o de máxima exigencia, este maratón tuvo un toque muy especial desde muy temprano. La salida y quizás los primeros tres kilómetros, esos que ni cuenta te das en cualquier carrera - no solo competitiva sino cotidiana - tuvieron un significado muy especial para mí. Desde la convocatoria, el encuentro madrugador aún oscuro y la llegada de participantes que se unieron porque nos empeñamos que este año no dejaríamos de correr un maratón. Habíamos logrado congregar no solo al hatajo de locos que saldría a correr, sino a un contingente de apoyo entre ciclistas y motorizados para la ruta, aguateros para puestos claves, fotógrafos y familia. Habíamos convertido un reto muy personal en una fiesta de muchos.

La semana previa, Ricardo y Edgard habían decidido participar también en los 42k, así que después de la angustia con el GPS de Limón que no agarraba señal, nos vimos once locos - los tres ya mencionados más Pedro Luis, Jose, Karina, Adil, Ovid, Alex el alemán, Kike y yo - tras la cinta de salida como si de élites se tratara, en posición de ataque, cosa que no me hubiese creído si no fuese por las maravillosas fotos de Naty a esa hora de la madrugada. Al finalizar la cuenta regresiva salimos todos disparados y Ovid D’Jesús - sub 3 este mismo año en Miami - rápidamente nos dejó el pelero quedando en segunda avanzada Pedro, Jose, Adil y yo.

Días atrás, Pedro había dejado muy claro que cada quien debía hacer su propia carrera. Yo llegaba nuevamente agotado al día de la prueba y por el contrario, Jose llegaba en gran momento; sin embargo, ese tramo de menos de 3 kilómetros sobre la Francisco de Miranda, quizás bastante más rápido de lo planificado, fue verdaderamente especial. Íbamos rápido pero me sentí ligero y feliz. Esos minutos ya lo valieron, viendo como ninguno quería quedarse, teniendo a ratos a Pedro jalando, a veces Jose quien se notaba cómodo y otras tantas a Adil. No sé si será la amistad o la emoción acumulada con la planificación del Reto Impronta 42k, pero esa madrugada, entrompando lo que sería mi noveno maratón, fue un momento que dejo grabado en algún lugar de mi cabeza.

Un segundo momento está en el otro extremo de la carrera: la llegada. La verdad, la llegada de cualquier maratón es especial, pues lo vulnerable que te hace el desgaste físico, así como la finalización tangible del logro suele afectar enormemente tus emociones; pero lo del domingo 1 de noviembre fue casi de guión de Hollywood. Aunque venía muy sobregirado de tiempo, ese día sabía que a toda costa debía llegar a la meta, pero jamás imaginé la cantidad de gente que se congregaría a la llegada. Justo marcar el kilómetro 42 y empezar a sentir la algarabía mientras llegaba. Miré rápidamente a los lados y divisé a mis viejos, siempre presentes en cualquier logro o dificultad de nuestras vidas. A pesar del covid19 y que ellos han guardado pacientemente su cuarentena, días antes mi mamá me dijo que querían estar presentes. También vi a Pedro Luis acercarse, aplaudiendo, con su clásico gesto y presencia motivadora, así como a muchos otros a quienes les guardo un profundo agradecimiento. Me sentí verdaderamente especial.

Todo ese trayecto, esos últimos 200 metros, fue acompañado por los reales protagonistas de la jornada, nuestros chamos de Caucagüita, quienes habían sido el centro de la campaña de Fundación Impronta, propósito por el cual habíamos creado el #RetoImpronta42K. Escucharlos a lo lejos coreando mi nombre, verlos levantarse de la acera para disponerse a correr, oír que me animaban mientras se unían a mi alrededor para culminar la carrera juntos. Al segundo de tenerlos a mi lado, sentí la mano de uno de ellos sujetar la mía y rápidamente darme cuenta que era Angelito, uno de nuestros consentidos quien robó la atención de todos durante esa jornada por su carisma y picardía. Un poquito más y levantar las manos para cruzar la meta y observar ahora las fotos con los chamos tan alegres y entusiasmados como yo. ¿Qué más se puede pedir? Esas son emociones que perduran y animan a seguir, por ellos, por Venezuela.

Hay millones de pequeñas anécdotas y de personas en cada momento descrito o en el resto de

la carrera. Momentos también de soledad en los tramos duros, que son aquellos que suelo muchas veces relatar. Mientras escribo, recibo una foto donde ando parado, cabeza agachada y manos en las piernas adoloridas cuando quedaban aún 5 kilómetros por recorrer. Solo que hasta la soledad y dificultad en esta nueva odisea siempre vino acompañada de una sonrisa pues sabía que el propósito era más grande a mi reto personal. Al final, ningún chamo preguntó mi tiempo, ellos solo me vieron llegar y llegar alegre. Los calambres, las paradas, el reloj haciendo tic tac consumiendo tiempo quedaron atrás. Ya vendrán tiempos de mejorar, claro que sí.


Pero hay otro momento que quise dejar al final de este relato, aun cuando no fue el final espectacular de la carrera, pero que tiene mucha simbología para mí, para la vida. Iba llegando al kilómetro 40 y quizás quien lea piense que faltaba poco, pero cuando las piernas se engarrotan con cada trotada, se siente eterno. Iba dejando atrás el Estadio Universitario rumbo a la sede de Banesco cuando a lo lejos oigo unos gritos inesperados. Mimina, mis hijos Ale y Nando y mi comadre Caro, anticipando que había pasado roncha, habían salido calladitos a mi encuentro. Habían caminado más de dos kilómetros para encontrarme y los escucho animándome y dispuestos a acompañarme. Allí no había fotos ni algarabía, solo nosotros, en la estricta intimidad demostrando que en los momentos más duros, allí estaremos juntos. Sentí el alivio de encontrar con quien llegar y sin que ellos lo percataran, se me puso la piel de gallina - es increíble como se siente cuando corres un maratón – y se me “aguó el guarapo” por segundos. Tengo la imagen grabada de cuando levanté la cabeza, escuché el grito y vi a mis hijos, mientras mi cuerpo reaccionaba instantáneamente entre lágrimas y piel erizada.

Hoy observo las fotos finales y ellos se quedaron atrás, dejándome el protagonismo a mí y a los chamos de Caucagüita, sin embargo escribo estas líneas para recalcarles a ellos y a mí mismo, que nada hay más poderoso que una familia unida que se quiere, se acompaña, se da soporte en las buenas y en las malas. Y aunque lo vives cotidianamente y aunque esta cuarentena - afortunadamente en mi caso – ha sido una bendición para sentirlo, son esos breves momentos de vida, esa mirada levantada por un segundo, esa manifestación involuntaria del cuerpo, lo que te hace recordarlo con mayor intensidad.

Cada kilómetro, cada momento, ha sido una aventura. La salida y la llegada me emocionaron como nunca, la amistad y el compañerismo fueron alegría y soporte que agradezco sinceramente a Dios, unir mi pasión con el trabajo que hago fue algo que soñé mil veces y ese kilómetro 40 fue para recordar lo que verdaderamente importa. Vendrán carreras mejores, pero esta, me deja el corazón grandote.  

         8 de noviembre de 2020