sábado, 20 de octubre de 2018

La maldad existe

Bernardo Guinand Ayala

“La maldad no necesita razones, le basta con un pretexto” Johann Wolfgang von Goethe

El mayor inconveniente en ser educado en valores, en tener la bondad, el bien común, la solidaridad como premisas obvias de nuestras vidas, es que nos cuesta mucho asimilar que la maldad - en su máxima expresión - realmente existe e incluso sea el motor que alimenta la vida de algunos otros.

No es sencillo aceptar que esa maldad, generalmente concentrada en un grupo minúsculo de
la sociedad, triunfe sobre el bien. Pero basta dar un rápido repaso a la historia de la humanidad y constatar como unos pocos movidos por la maldad, pero con evidente apetito de poder, pueden someter a millones. Quizás no sea por siempre, pero si puede ser mucho más largo que lo deseable.

Me atrevería a decir, que parte del tiempo que hemos tardado en dar un vuelco a la aterradora situación política, económica y social que zarandea a Venezuela se debe a que no pudimos imaginar un grado de maldad tan aberrante, como la presente en quienes hoy, aún nos gobiernan.

Cada día tratamos de explicar bajo nuestra lógica, los enormes errores que comete el régimen en materia económica, estratégica, social; sin caer en cuenta que la lógica de quienes gobiernan nada tiene que ver con nuestros valores o nuestra siempre insistente idea de velar por el bien común. Este régimen no gobierna para la prosperidad, ellos quieren pobres porque les interesa tener pobres. Esa única y contundente razón, la debatimos una y otra vez bajo nuestra óptica porque nos cuesta creer un nivel de maldad que sea capaz, ex-profeso, de generar más pobreza en beneficio propio.

Y así volvemos insistentemente a llamarlos incompetentes, suponiendo que cada gobierno obviamente debe velar por el bienestar, cuando en realidad es a nosotros que nos cuesta creer que exista una lógica tan retorcida como para pretender mantenerse en el poder mientras más gente sufra o muera.

La maldad tiene como combustible - que así como el petróleo en Venezuela parece tener unas reservas inimaginables -  al resentimiento, que de hecho es mucho más agudo cuando es aderezado por una sed de venganza que nunca se da por satisfecha. Solo nombrar esas palabras - resentimiento y venganza - y ya uno se empieza a dibujar a una serie de dirigentes que solo destilan eso en cada decisión, acción o palabra que sale de su boca. La maldad hecha personas, la maldad con poder que busca quebrar, humillar y someter.

Pero lo más duro de todo es que el resentimiento es una enfermedad crónica incurable. Yo diría además que es la enfermedad de la infelicidad. Nada de lo que haga un resentido, puede nunca saciar su sed de felicidad. A veces cree que la obtendrá teniendo más poder, pero puede llegar a la cúspide del poder y no sentirse nunca satisfecho. A veces buscará hacerse rico y ni todo el dinero del mundo le sacia. A veces querrá estatus o reconocimiento, pero de igual manera no le hace nunca feliz. Así que después de probar todas esas suposiciones, lo único que realmente le queda al resentido es ir contra aquellos, que aún con menos recursos, privilegios, poder o estatus, son realmente felices.

El resentimiento - y la maldad que de allí germina - pasa entonces a tener un único propósito como motor de vida: tratar de hacer infelices también a los demás. Nada desespera más a un resentido que ver que aquellos con menos poder, con menos recursos, con aparentes pocos incentivos siquiera para vivir, puedan ostentar un nivel de bienestar y de felicidad que nunca ellos obtendrán. Y así, el espiral de maldad será cada vez más intenso, exacerbando una venganza contra el mundo que jamás será resuelta y que, mientras más poder tenga, será capaz de cometer actos más viles y crueles.

Ahora bien, como faro esperanzador, es bueno concluir que si la maldad existe es porque definitivamente el bien también. Si la oscuridad existe, también la luz. Si los demonios que alientan ese resentimiento o cuantas creencias extrañas que profesan aquellos movidos por la maldad están presentes, es porque sin duda alguna también existe un Dios. Un Dios bueno que nos da libertad para actuar y responsabilizarnos por nuestros actos y omisiones, pero a quien podemos apelar en momentos de desesperanza y tinieblas. A eso me aferro, en eso creo. Y si bien estos años me ha quedado claro que la maldad existe, no ha quebrado jamás mi deseo de seguir actuando por el bien común.          

20 de octubre de 2018

domingo, 14 de octubre de 2018

Kilómetro 35


Bernardo Guinand Ayala

Cada maratón es una nueva experiencia. Siempre es distinto, siempre es un reto. Sin embargo, aunque razones para plasmar esa experiencia en un papel hay miles, esta vez no pensaba dejar nada por escrito hasta que mi pana Pedro Luis, ese amigo que justamente me regaló esta sana fiebre por correr, dio por hecho que debía reseñarlo.

Tanto esmero puse al escribir odiseas pasadas, que no quise volverme repetitivo con estas
historias de vida enmarcadas en 42 kilómetros. Sin embargo, objetivamente, esta nueva aventura en Berlín marcó nuevos hitos en mi corta carrera como “maratonista”. ¿Acaso no es relevante que ya sean más las carreras hechas fuera de Venezuela? ¿O que esta vez Mimina no salió para acompañarme sino para correr su primer maratón? ¿O que en una misma ruta, el mismo día, el keniata Eliud Kipchoge siquitrillara el récord mundial mientras yo conseguía hacer mi mejor tiempo?

Puedo reseñar esta carrera a través de unos pocos pero significativos kilómetros a través de la ruta. Esos kilómetros que marcan la diferencia y que se te quedan grabados. Sí, en efecto son 42,195 en total y cada uno de ellos cuenta y pesa, pero en algunos pocos se pueden resumir los altibajos de una carrera y esas situaciones que hacen la diferencia.

Kilómetro 1: El sol calentaba sobre la espalda ya en el corral de salida. La multitud se apiñaba en Tiergarten, con la Columna de la Victoria de frente, el primer hito a recorrer durante toda la ruta. La temperatura se asomaba algo superior a lo idealmente pensado. Mi cabeza, con el peso de los últimos tres maratones afectado por contracturas musculares en las piernas, empezaba su maquiavélico juego. Sería una carrera de inteligencia, cordura y confianza.

Kilómetro 8: Tal como habíamos planificado, allí estaban. Mis viejos, mis hijos, mi hermana, mi sobrino; una barra de lujo para estar tan lejos de casa. Ya eso lo valía todo. Había sido fácil ubicar ese punto de animación, pues quedaba a pocos metros de nuestro hotel. Además, a esa altura de la carrera era aún fácil predecir a qué hora pasaríamos. Sin embargo, ellos habían decidido ir bastante más temprano para ver pasar a los élites, con la sorpresa que ya Kipchoge iba solo en la punta acompañado solo por sus liebres.    

Kilómetro 22: Había pasado la media maratón cientos de metros atrás y al ritmo deseado, ni muy ambicioso, pero tampoco conservador. Todo iba según los planes, salvo un té caliente que me tomé por error en un punto de hidratación a inicios de carrera. Pero justo allí, apenas con algo más de media carrera encima, una de mis piernas sintió un ligero templón en la parte posterior, donde han flaqueado las veces anteriores. ¿Son las piernas o es mi cabeza? Las últimas semanas del entrenamiento habían sido una lucha psicológica entre dos versiones encontradas. Por un lado, una reconocida doctora a quien visité a un mes de la prueba, me recalcó la debilidad de mis piernas y pronosticó que si corría a esa velocidad, colapsarían. Por otro lado, todos mis compañeros de trote y mi entrenador Eduardo Navas, insistían en que olvidara el presagio de la doctora en cuestión, pues la preparación había sido oportuna. Racionalidad vs. Motivación. Realidad vs. deseo. Todo eso empezaba a ser parte de mis pensamientos en ese momento. Temprano en la carrera, empecé a echar la siempre útil rezadita desde ese mismo momento. Muchas cosas para agradecer y una sola petición que se repitió a la largo de varios kilómetros: “Un kilómetro más Diosito, regálame solo un kilómetro más” Y el deseo se fue repitiendo uno a uno, cada kilómetro, hasta que mi cabeza mandara sobre las piernas.  

Kilómetro 24-25: Desde un punto de animación, entre música y alegría, una mujer
Eliud Kipchoge
corroboró el presentimiento que tenía: “New world record”. No alcancé a escuchar el nombre, ni el tiempo, pero tenía claro quien lo habría logrado. En dado caso, si ese día había habido récord mundial, ya sabía que no podría echarle la culpa ni a la ruta ni a las condiciones climáticas. Había que darlo todo. Mientras tanto, la sombra de los árboles a lo largo de la capital alemana aminoraba el efecto del sol que despuntaba más arriba.

Kilómetro 30-32: Pisar los 30 es un punto de quiebre. Tanto por la famosa pared de la cual hablan los maratonistas, como por mi experiencia personal, pues rondando esos kilómetros he tenido mis desafortunadas e intensas contracturas y calambres. Paso el 30 y me siento bien, paso el 32 y siento las piernas incluso fuertes. Sentí confianza y realmente pensé que podría lograr bajar mi tiempo anterior. Quizás tanta confianza que posiblemente hasta me relajé un poco y he podido dar incluso algo más de pelea. ¿O quizás habría que dejar otro desafío para la posteridad?  

Kilómetro 35
Kilómetro 35: Momento decisivo en Berlín. Mi cabeza se había relajado un poco desde que pisé los 30, pero mis piernas y mi cuerpo acusaban cansancio. Sueño con poder apretar en los kilómetros finales, pero aún me siento lejos de que sea así. Es más un reto por mantener los pasos danzando uno tras otro. Planificando la carrera, el Prof. Navas me había dicho: “del 35 en adelante siente que eres Bekele”. Kenenisa Bekele es un experimentado fondista etíope, que aún hoy posee los récords en 5.000 y 10.000 metros, justo la distancia en la cual se destacó Navas en su época de corredor. En fin, mis piernas bajaban algo el ritmo pero mi mente me recordaba que era Bekele y motivacionalmente iba funcionando; aunque rondando esa distancia tuve un momento de flaqueo, bajando abruptamente el ritmo al agarrar una curva. Y fue justo allí cuando oigo entre la multitud a mi hermana Elisa quien gritaba: “Nando, Nando, sigue, sigue, sigue…”  ¡Guao, que oportuno! Sabría que los vería cerca del kilómetro 8, pero no tenía idea que justo cuando más lo necesitaba, estaba allí mi barra familiar. Me di el gusto de abrazar besar a mis dos hijos y recibir la bendición de mis padres. Que lujo ¿no?

Kilómetro 42: Quien ve los parciales de mi carrera verá que del 35 al 42 no fueron precisamente los kilómetros más rápidos, pero mi cabeza sentía que era Bekele y ya disfrutaba que tendría un nuevo récord personal. Los últimos 2 fueron cuesta arriba, pero los 500 metros finales, justo atravesando la famosa Puerta de Brandemburgo, me di un lujo que solo había logrado cuando corrí Buenos Aires y un sueño personal que quería repetir: tener fuerzas para rematar y llegar entero y contento. ¡Misión cumplida! Que felicidad tan grande. Tanto así que, cual Miss en concurso de belleza, me puse a llorar al punto que un pana, ya con su medalla al cuello, tuvo que venir al auxilio y darme un abrazo.

Fueron 20 kilómetros pidiendo de uno en uno, un kilómetro más. Vaya regalo, 20 kilómetros extra, sin calambres ni contracturas. Solo esa enorme felicidad de superarte a ti mismo, de terminar de disfrutar el mismo día que Eliud Kipchoge bajó una enormidad el récord mundial y sentarte a esperar, con familia y cerveza en mano, que Mimina llegara aún más contenta al completar su primer maratón.

Gracias a todos y cada uno de los que son parte de esta historia. Que son parte de mi vida.          

14 de octubre de 2018