Bernardo Guinand Ayala
Durante la primera década del siglo XXI, en
diversas presentaciones sobre el “Proyecto Pobreza[1]”
escuché una y otra vez a Luis Pedro
España afirmar que trabajo informal era igual a pobreza.
Para la época, los expertos prendían la alarma que
cerca del 50% de los venezolanos en edad productiva se dedicaban al trabajo
informal, estereotipado para ese momento en la figura del buhonero. Evidentemente, la recomendación de los académicos se
orientaba a la creación de más y mejores puestos de empleo, pues la ausencia de
los beneficios contemplados en la ley como un salario regular, seguridad
social, prestaciones, entre otros, hacían del trabajo informal un empleo poco
consistente, sin capacidad de ahorro ni previsión social, un “pan pa´ hoy y hambre pa´ mañana”, es
decir, un augurio para mantenerte pobre siempre.
Pasaron los años y se ha desencadenado una locura con
relación al empleo que ni las más oscuras predicciones de España y su equipo de
investigadores hubiesen querido mostrar. Esta estafa titulada “Socialismo del
siglo XXI” suma lo peor de los males de la economía [hiperinflación, escasez,
controles, aniquilación del aparato productivo] y, dolorosamente, es ahora el
trabajo formal el que es igual a pobreza. Entramos en un panorama donde se ha
perdido el valor del trabajo digno y productivo y donde las leyes económicas
empiezan a ser trastocadas y confrontadas por una lógica diferente. Una lógica
de guerra, de sobrevivencia, de selección natural al más primitivo estilo.
Es así como vemos que quienes ostentaban un trabajo
formal, empiezan a migrar a la economía informal, creando un país de
bachaqueros. Habrá miles de ejemplos, entre los más cercanos veo como miembros
de mi familia empiezan a ofrecer productos de la cesta básica por las redes
familiares; o el chofer que llevaba 18 años manejando el autobús del colegio de
mi hija ha decidido desprenderse del oficio que diligentemente ejercía para
pasar a vender pollos y café. Ni hablar del caso de maestros de escuela, esos
que siempre han estado sub-pagados. Con desesperación recibí esta semana la
llamada de un querido director de escuela de Fe y Alegría pidiendo apoyo para
garantizar una arepa a sus docentes pues el sueldo no les da para comer y
algunos han empezado a despedirse de su carrera de educador para rebuscarse en
las entrañas de una informalidad que luce más rentable.
Todo esto sin entrar en el espinoso terreno del
modelaje negativo, es decir, aquellos que viendo que los enchufados del
gobierno viven “mejor”, desechen la
idea del trabajo digno y se aventuren por los caminos de la delincuencia, el narcotráfico
o la corrupción en sus múltiples formas, como medio de vida.
Otra realidad también alarmante viene representada
por una cifra que ya se lee en millones de venezolanos cuyo talento está siendo
aprovechado por los países que los han acogido. Venezolanos que han salido a
buscar espacios en los cuales puedan desarrollar su oficio, pues no saben vivir
sino a través de la dignidad que representa el trabajo. Y allí no solo contamos
con las destacadas figuras que generalmente tomamos como ejemplo: deportistas,
académicos que destacan en grandes universidades, talentos creativos; sino que
hay casos cada vez más numerosos de personas humildes que dejan todos sus
ahorros en el autobús con rumbo al sur sin destino certero. Así el caso de mi
tocayo Bernardo, hijo de la guajira
que nos ayuda con la limpieza de la casa y cuya destreza como mecánico
automotriz fue bien recibida en Perú, mientras aquí no quedaban plazas pues ni vehículos
se producen, ni repuestos llegan para parapetear algún carro usado. A un mes de
su llegada a Lima ya escribe emocionado por haber podido pagar un alquiler,
haberse comprado una cocinita a gas y hasta poder mandar alguito para que su
mamá pueda hacer mercado, gracias a su trabajo.
En fin, salvo los casos obvios de actividades
ilícitas, no hay manera de condenar las búsquedas de sobrevivencia de cada
venezolano. Con el bachaqueo, del cual ahora casi todos formamos parte ya sea
como oferentes o demandantes, nos pasa algo así como con el secuestro. Dicen
que cada secuestro pagado asegura el financiamiento para el siguiente
secuestro, es decir, pagar es alimentar la máquina para que ese flagelo siga
activo. Pero desde la óptica individual, uno quiere a su familiar vivo y aunque
lógicamente sepamos que nos estamos embromando como sociedad, optamos por la
decisión de sobrevivencia personal.
Obviamente el bachaqueo tiene sus raíces en las
absurdas medidas económicas de quienes gobiernan. Luego, nosotros mismos hemos
ido alimentando ese fenómeno por la necesidad imperiosa de conseguir alimentos,
entrampándonos como colectivo, como sociedad. Los más vulnerables, incapaces de
competir, quedan al margen y de allí que cada vez más familias pasen a depender
del monstruoso mecanismo de control social que representan las bolsas CLAP.
No suelo cerrar mis escritos con augurios
pesimistas. Tampoco soy un optimista que alienta ciegamente a que todo va a
salir bien. Objetivamente Venezuela está muy mal, al punto que los cimientos de
la educación y el trabajo, como únicos vehículos de desarrollo de cualquier
nación, han sido socavados y llevados a niveles miserables.
El gobierno nos quiere pobres o nos quiere fuera, es una realidad tan grande como una catedral; por ello cada propuesta actual de
resistencia no significa necesariamente poner nuestro cuerpo frente a una
tanqueta. La resistencia ahora es mantener a un niño aferrado a un pupitre y a
un adulto frente a un puesto de trabajo meritorio y productivo.
Brindar oportunidades en medio de este caos, será
en 2018 el mayor acto de rebeldía posible.
11 de febrero de 2018
[1]
Proyecto de investigación liderado por el Instituto de Investigaciones
Económicas y Sociales de la UCAB, al que se fueron sumando investigadores de
otras universidades, bajo el auspicio de la AC para la Promoción de Estudios
Sociales
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