domingo, 24 de marzo de 2024

Prohibido olvidar

 

Bernardo Guinand Ayala

 

Un hombre hurga en la basura en busca de comida. Lo veo y volteo, no por indiferencia sino por evitarle la vergüenza de ser visto en tan vulnerable situación. No está revisando cualquier basura, sino los desechos de nuestra casa, cosa que me sacude aún más.

Solo un par de cuadras más adelante, casi al frente de “El Cedro” - esa casa vecina donde pasé alguno de los momentos más felices de mi infancia - veo a otro hombre, también en el culmen de su edad productiva, durmiendo entre cartones bajo el estrecho portal de entrada de otra casa.

Mientras recorro algunas otras cuadras paseando a mi perro, recuerdo nunca haber visto escenas iguales cuando niño, salvo al par de “locos” - como solíamos llamarlos - que deambulaban por Los Chorros como casos de excepción: el Loco Rosita y el Loco Chino.

Agarro mi teléfono y me urge ver, entre mis fotos destacadas, esa imagen que tengo guardada de mi papá, con su cara ensangrentada, el párpado hinchado y su mirada desorbitada, luego de recibir el impacto de una bomba lacrimógena en abril de 2017. Caigo en cuenta, de repente, que nuestro sentido de sobrevivencia nos hace seguir y casi acostumbrarnos a los horrores que hemos vivido a causa de una ambición política que se afincó en el resentimiento y la miseria.

Me obligo a recapitular algunas cosas vividas. Entonces pienso en Franklin Brito, que, luchando por la defensa de su propiedad y de lo que es justo, como un Gandhi venezolano, terminó por morir a raíz de una huelga de hambre, sin la más mínima compasión de sus saqueadores. Pienso en Rodolfo González “El Aviador”, en la soledad de su celda en El Helicoide y la desesperación que lo debe haber consumido en las últimas horas de vida, tras ser preso por el testimonio infundado de un “patriota cooperante” anónimo luego de las protestas de 2014. Pienso en Lissette - su hija -, pienso en su familia transitando aquellos duros momentos y en la responsabilidad de la sociedad de no olvidarles.

Pienso en los discursos acalorados, llenos de ira, de quienes hoy gobiernan, refiriéndose con sobresalto a alguna escaramuza ocurrida en la UCV décadas atrás, para luego convertirse ellos, supuestos reivindicadores de aquellos desmanes, en vulgares asesinos sin escrúpulos, ridiculizando incluso a sus víctimas. Al que hablaba de Derechos Humanos, verlo ahora el rol de ejecutor desde la fiscalía. Al que reclamaba justicia para su padre, verlo ahora como portavoz de un régimen al que no le tiembla el pulso para encarcelar o torturar inocentes.

Más allá de la persecución, la Venezuela que aún sobrevive está plagada de niños que han crecido desnutridos, para aspirar a ser, de adultos, solo un retazo de los que podrían haber sido. Vivimos también un terrible proceso de pérdida de aprendizaje, para lo cual no hay que irse hasta Delta Amacuro, sino darse una vuelta por cualquier escuela de una barriada caraqueña y constatar que en todos los grados de primaria hay niños que no saben leer. He visto a niños temblar de miedo cuando, a sus 13 años, se avergüenzan frente a otros por no saber identificar ni la letra A. Eso está pasando hoy, mientras la propaganda roja despliega su campaña electoral cargada de atropellos, muy lejos de ser democracia.

Sigo pensando y, tal vez, una de las maneras más directas de ilustrar la aterradora hecatombe que padece Venezuela, se resume en los siete millones de venezolanos abriéndose paso en otros países para sobrevivir. Un cuarto de la población, desde los más pudientes a los más pobres, desde los cerebros más brillantes hasta los delincuentes más aborrecibles, se han ido a buscar suerte en otro lado.

Sigo revisando en mi cabeza cifras, hechos, personas y aún no he expuesto la debacle económica. Podríamos hacer un tratado de miles de páginas, como miles han sido las empresas que ya no existen y, por ende, millones los puestos de trabajo que desaparecieron. Pero nada tan elocuente como los míseros 800.000 barriles de petróleo que hoy se producen, en un país que debería haber estado en 5 millones hace rato. ¡Qué vergüenza! Los defensores del modelo socialista, otrora críticos del desajuste económico de la “IV República”, han tenido que rasparle hasta 14 ceros a la moneda, porque hoy sería extremadamente complejo decir que un dólar, un solo dolarito, realmente nos cuesta tres mil seiscientos billones (3.600.000.000.000.000) de aquellos bolívares, que, durante toda la democracia pre-chavista, nunca perdió ni un cero.

Hace muchos años llegué a pensar que era obsesiva esa insistente necesidad de los judíos de recordar permanentemente el Holocausto. Erróneamente llegué a pensar que había que pasar la página y seguir. Pero al haberme tocado presenciar en primera persona y padecer esta Venezuela, ahora comparto el gravísimo error de que lleguemos a olvidar los horrores que hemos vivido. Y esto no se refiere a revanchas, ni venganzas, ni vivir amargados; pero es menester, para ser un país con mejor futuro, imprimir en nuestra memoria esta página para no repetir jamás los desmanes vividos. ¡Prohibido olvidar!

Olvidar sería reivindicar la barbarie, el abuso, la ignominia. Olvidar sería dejar sepultado, sin honores, a Franklin Brito, al Aviador, a Pernalete, Miguel Castillo, Neomar Lander, Bassil Da Costa y tantísimos otros. Olvidar sería asumir que Rocío San Miguel no debería haberse metido en la defensa de los oprimidos. Olvidar sería reconocer como lógica la fractura de tantas familias divididas por el resentimiento sembrado o por la distancia forzada. Olvidar sería decirle a mi viejo, o a mi padrino, o a mis suegros, que no tuvo ningún sentido cada vez que pusieron su vida en riesgo, exigiendo libertades y democracia, armados de banderas y amor a este país.

Estamos frente a una nueva alternativa de cambio que sabemos será minada con toda la furia de un régimen que ya no oculta ni las formas. Nos toca seguir buscando soluciones creativas para un cambio real. Nos toca hacerlo por nosotros, por nuestros hijos y por todos aquellos que han entregado sus vidas, que han sufrido vejaciones, que mueren de hambre, que han partido y sueñan con regresar, que buscan un repele de comida entre la basura o duermen sin un techo.

Vivamos ciertamente el presente, pero, para el país que vendrá, por favor ¡prohibido olvidar!                  

24 de marzo de 2024

domingo, 18 de febrero de 2024

Por estas calles

 

Bernardo Guinand Ayala

 

Diez y media de la noche y la Plaza Francia de Altamira seguía completamente repleta de gente. Aún cuando cientos de veces vivimos en ese mismo lugar aglomeraciones similares, esta vez la convocatoria era distinta. No porque las razones por las que nos congregábamos antes no estuviesen vigentes, pues lamentablemente siguen más vigentes que nunca, pero vivir en totalitarismo también nos ha enseñado a aprender a vivir.

 

Y esa noche fue para vivir y revivir. Diez y media de la noche y Yordano anunciaba la despedida desde la tarima ubicada en la Av. Francisco de Miranda, aun cuando estábamos plenamente conscientes que faltaban, al menos, tres canciones ícono de su repertorio. Todas ellas, al igual que probablemente todo el concierto, suponían lo que ahora llaman un “throwback”, una vuelta al pasado con cierto sabor a nostalgia, a añoranza, a reflexión.

 

No pasaron ni dos segundos y los acordes dejaban claro que una de esas canciones había llegado. Quizás, en su momento, “Por estas calles” llegó a tener tanto éxito como muchas de sus otras canciones emblema, pero a la distancia tiene un significado todavía más contundente. La canción y la novela a la cual daba título habían sido una referencia por la manera de hacer crítica sobre la situación de impunidad, corrupción y delincuencia que vivía Venezuela a principios de los noventa del siglo pasado.

 

En retrospectiva, parece que ya décadas atrás borramos de nuestro diccionario algunos conceptos claves, pues, sin duda “por estas calles la compasión ya no aparece y la piedad hace rato que se fue de viaje…”

 

Es muy paradójico volver la vista atrás y evidenciar que tanto la novela “Por estas calles” de la clausurada RCTV, como el movimiento que dio vida al chavismo en Venezuela, tuvieron como chispa originaria ese terrible acontecimiento conocido como el Caracazo, ocurrido en febrero de 1989. Pero aquella canción de denuncia y la novela homónima que plasmaba cada noche en la pantalla lo que ocurría en el país - realidad que se exhibió como el germen de dos golpes de estado (1992) y posterior ascenso a la escena política del teniente coronel Hugo Chávez Frías - quedaron como niñas de pecho cuando los supuestos redentores de los pobres llegaron al poder para convertirse, con su aura brillante de resentimiento, en algo infinitamente peor a lo que venían denunciando. 

 

En fin, “por estas calles hay tantos pillos y malhechores, y en eso si que no importa credo, raza o colores…”    

      

Si algo nos demuestra fehacientemente la historia universal, es que los regímenes totalitarios de tinte socialista, enarbolando la pretendida bandera de defensa de los oprimidos, terminan siendo todo lo que critican, multiplicado a la enésima potencia. Basta leer los célebres títulos de George Orwell – Rebelión en la Granja y 1984 – y constatar, capítulo a capítulo, el guion más perverso que siguen, al pie de la letra y sin ningún tipo de vergüenza, esta casta de pillos y malhechores.   

 

Cuando nos adentramos en un crucial año 2024, el régimen venezolano vuelve a su esencia más perversa y persigue de la manera más obscena a la activista de los Derechos Humanos, Rocío San Miguel, por un presunto complot. Como respuesta ante la crítica del mundo, expulsan a los miembros de la Oficina del Alto Comisionado de los DDHH de las Naciones Unidas. No hay muchas explicaciones que dar sobre el talante del gobierno. En fin, “tú te la juegas si andas diciendo lo que tu piensas, al hombre bueno le ponen precio a la cabeza”.   

 

El poder corrompe, pero el poder con resentimiento, mata. Así estamos. Y lo más grave, el mundo entero está igual. Basta con darse una paseadita por las noticias en una cárcel de Siberia, donde al igual que en las cárceles venezolanas, los opositores mueren en extrañas circunstancias.

 

Volvemos a la noche del viernes en Altamira. Algunos recordamos - entre acordes y estrofas pegajosas - errores del pasado que catapultaron al poder a los que hoy gobiernan. Por estas calles denunciaba la corrupción, la impunidad, el abuso de poder que ciertamente existió… pero en los noventa aún había un marco constitucional que aseguraba, al menos, la regla mínima de la democracia: la alternancia en el poder. Lo de ahora es un tema de mafias a otra escala, perverso y vil. Este año hay elecciones tanto en Rusia como en Venezuela y vale recordar que, de esos que se hacen llamar señores, “hay algunos que hasta se (re)lanzan pa´ presidente”.

 

“Por eso cuídate de las esquinas, no te distraigas cuando caminas…”

18 de febrero de 2024

domingo, 11 de febrero de 2024

Cuestión de identidad

 

Bernardo Guinand Ayala

 


Tenía 9 años, esa edad en que somos plenamente conscientes, pero aún todo nos deslumbra; donde tenemos cierta capacidad de discernimiento, pero seguimos siendo fieles seguidores de aquello que nos ha sido inculcado en nuestro entorno. Así era al menos a finales de 1982, cuando entré por primera vez, junto a mi hermano mayor, al Estadio Universitario.

 

Eduardo, no sé si con expresa intención o sencillamente transpirando su propio fanatismo, me había hecho ser seguidor de los Tiburones de La Guaira, así como lo hizo también con la albiceleste cuando de fútbol se trataba. Pero bastó aquella primera noche en el Universitario para dejar de ser seguidor y transformarme, indiscutiblemente, en fanático de los Tiburones. Y vaya todo lo que eso significaría.  

 

Recuerdo haber entrado apurado por la tribuna central, pues el juego casi comenzaba y aquellas luces - que a cualquiera que nunca ha entrado a un estadio deslumbran - invitaban a asomarte lo más rápido posible. Apenas vi el terreno, puse la mirada sobre la segunda base y reconocí a Norman Carrasco, con su tradicional número 5 en la espalda. También recuerdo haber reconocido a los importados que traía el equipo: Ron Jackson cubría la primera base, el posteriormente famoso estratega Bruce Bochy era nuestro catcher y Darrel Thomas cubría el short stop. Sería la última vez que traeríamos un importado en esa posición, pues ese preciso año nacía la célebre “guerrilla”, que si de algo estuvo plagada fue de maravillosas manos para cubrir todo el infield.

 

La tradición guairista de una familia caraqueñísima como los Guinand tuvo una determinante influencia de los hermanos mayores de mi papá: Carlos y Alfredo Guinand Baldó, quienes, quizás por llevar la contraria en su tiempo, nunca fueron seguidores de Cervecería Caracas – que luego se transformó en Los Leones – sino que apoyaban al Pampero, franquicia que luego adoptaría el nombre de los Tiburones de La Guaira.

 

Lo cierto es que el fanatismo de Carlos Guinand Baldó tuvo un efecto multiplicador en gran parte de la familia, cuando en la 1970- 71 los Tiburones ganan el título y el equipo en pleno fue invitado a la casa, siendo mi tío Carlos, no solo fanático sino Gobernador de Caracas. Yo aún no había nacido, Eduardo no había cumplido los 6 años, pero siempre recuerda que ver a los peloteros en casa contribuyó al fanatismo familiar por los litoralenses.

 

Aquella fue la época dorada de los Tiburones, que llegaron a ganar hasta 4 campeonatos con figuras como Ángel Bravo, Enzo Hernández, Remigio Hermoso, Luis Aparicio, Paul Casanova y el sempiterno Aurelio Monteagudo.

 

Yo llegaría, con mi fanatismo asumido como dogma, a la segunda edad dorada, la de la famosa guerrilla en los ochenta, que nos mostró un juego alegre al más puro estilo de lo que solemos llamar “pelota caribe”. Aquel primer año de fanático – temporada 1982-83 – alcanzamos el primer título de los 3 que consiguió aquella generación de múltiples jugadores insignia como Luis Salazar, Raúl Pérez Tovar, Norman Carrasco, Gustavo Polidor, Juan Francisco Monasterio, Luis Mercedes Sánchez, Argenis Salazar, Alfredo Pedrique y Oswaldo Guillén, el ídolo de mi infancia por quien siempre me dio orgullo compartir la misma posición en el campo.     

 

A diferencia de lo que vendría en décadas posteriores, estábamos acostumbrados a ganar. La Guaira tenía un muy buen número de campeonatos para su edad como franquicia, manteníamos un récord altísimo de clasificación y éramos el equipo más difícil de blanquear. Y en la temporada 1986-87, con esa impronta encima, a mis 13 años logré, junto a mis amigos de infancia, comprar entradas para ver en primera fila, el cuarto juego de la final con una super pancarta hecha por Juank Godayol con nuestro tradicional ¡Tiburones Pa´ Encima! ¿Quién podría haber imaginado que aquella tarde, no solo nos tocaría presenciar aquel No Hit No Run en contra propinado por Urbano Lugo de los Leones del Caracas, sino además comenzar una larga sequía de títulos que se convertiría en la referencia que todos tenían de La Guaira?

            

Pero año a año, cada octubre, independientemente del chalequeo que se fue acentuando en el tiempo, volvía la esperanza de ver a los Tiburones avanzar hacia otra final. “Este es el año”. El peso de la época dorada inicial y muy especialmente de la guerrilla, habían sembrado en la fanaticada un carácter que ni las más duras circunstancias pudieron doblegar. Algunas estrategias se confabularon para que ese sentido de identidad, lejos de apagarse, se fortaleciera. Dos de ellas fueron especialmente claves: la Samba – posteriormente identificada como Macuto Samba Show – que se instaló en la tribuna derecha del parque de la Ciudad Universitaria y el circuito radial de los Tiburones de la Guaira, guiado magistralmente por un fenómeno llamado Marco Antonio “Musiú” de Lacavalerie.

 

Así, la fanaticada guarista, inspirados día a día por su estilo de juego, su samba y su circuito radial, empezó a perfilarse como una fanaticada distinta, donde el adjetivo más renombrado pasó a ser: alegre. Así, Musiú con su estilo, sus frases y su autoridad, presentaba al circuito “Alegre” de Los Tiburones de La Guaira y poco a poco, en la grada comenzaron a ser más habituales todo tipo de cánticos que se han convertido, no solo en consignas guairistas, sino en gritos de aliento copiados por otros equipos o por las selecciones venezolanas de todo tipo de deportes. ¡Ehhhhh La Guaira Uh! ¡Tiburones Eh! ¡Eh Eh Eh La Guaira!!! cantados rítmicamente al compás de los tambores.   

 

Llegaron los noventa en sincronía con mi época universitaria, donde casi cada tarde me encontraba con mi primo Carlos en el Universitario como si fuésemos familia de Padrón Panza. Quedaba cierto guayabo de la guerrilla, mientras se reestructuraba el equipo con el polémico Café Martínez como figura. Vimos pasar a muchos otros peloteros franquicia, sin embargo, empezaban esos largos años duros para el equipo.  

 

Aún con ausencia de títulos, la alegría en la grada no cesó y la economía entonces rendía para que el popular “Chapita” nos sirviera una Polar tras otra, bien fría, que acumulabas en pilas de vasos para sacar la cuenta al final. No era extraño ver a un fanático caraquista o magallanero, salir del estadio contrariados, pues aún a pesar de haber ganado ellos, la samba sonaba más fuerte y los guairistas pasábamos del enojo a la algarabía en un dos por tres. Había en el equipo, en su fanaticada, una identidad muy característica que se había forjado en el tiempo para no irse.

 

Alegría, arraigo, identidad, resiliencia podrían perfectamente describir el talante guairista. Tengo años pensando, que ser fanático de los Tiburones nos preparó para los años que nos ha tocado vivir en Venezuela a partir de 1999. Esa palabra – resiliencia – puesta de moda desde hace muy poco, fue concebida en la tribuna de primera base del Estadio Universitario antes de ser aceptada por la Real Academia. La capacidad de recibir leña y aún así levantarse y decir “este si es el año” está tatuado en el ADN del guarista, así como del venezolano.

 

Finalmente, luego de una temporada 2022-23 donde coqueteamos con el título,volvimos en el 2023-24 para alzar, después de 37 largas temporadas, la copa de la Liga Venezolana de Beisbol Profesional con Oswaldo Guillén, mi ídolo de infancia, ahora a la cabeza. Como guinda del helado, también levantamos el trofeo de la Serie del Caribe representando a Venezuela luego de 15 años sin triunfos. Parece que la larga espera vino cargada de una euforia desbordada que contagió, no solo a guairistas, sino a todo un país.

 

Luego de tantos años, en Caracas, La Guaira o Miami ha estado en el ambiente una pregunta que no deja de ser emocionante: “¿de dónde ha salido tanto fanatismo por los Tiburones de La Guaira?” Creo que hasta a los más cercanos nos ha sorprendido y llego a la misma conclusión que han sacado países regidos, por muchos años, por sistemas totalitarios y luego parece inexplicable evidenciar el talante democrático de las nuevas generaciones. La identidad, así como el ideal de libertad, de democracia o los más fundamentales valores de la persona, son inherentes al ser humano y, aunque parezcan dormidos, allí mismo reverdecerán.

 

Este fue el año. Este es el año. ¡Pa´ Encima!

  

11 de febrero de 2024

sábado, 28 de octubre de 2023

Hermano Iñaki

Bernardo Guinand Ayala


     “Ustedes son los que Él ha escogido para ayudarle en su obra, anunciando a los niños el Evangelio de su Hijo”

San Juan Bautista De La Salle

 

Aquel era un día de semana cualquiera. Con catorce algunos y quince los mayores, estábamos en plena efervescencia de la adolescencia. Nos sorprendieron aquella mañana notificándonos que no tendríamos clases convencionales. “Salgan al patio que hoy tendrán una jornada diferente” nos avisó alguno de nuestros profesores del colegio. Acto seguido dijo: “van al salón audiovisual”. A finales de los ochenta, el salón audiovisual del Colegio La Salle La Colina era una total novedad que, hasta ese momento, había estado reservado exclusivamente para los alumnos del ciclo diversificado. Era un honor pisar aquel moderno lugar por primera vez.

 

“¿Qué vendremos a hacer aquí?” fue nuestra primera reacción, amplificada aún más cuando nos dijeron que aquella clase sería dada por el Hermano Iñaki quien, efectivamente, supo sacarle todo el potencial a la herramienta audiovisual. Iñaki había sido referente de La Salle en Venezuela y, por esa misma razón, siempre se había dedicado a labores directivas más que al salón de clases. Tener una clase con él, garantizaría una experiencia singular.

 

Aquel Hermano, que para la fecha estaba casi a mitad de sus cuarenta, se dispuso a hablarnos, de la manera más cercana y abierta sobre temas de sexualidad. Nunca había aprendido y comprendido tantas nuevas cosas como en aquella hora y pico que, con absoluta claridad nos transmitió. La Salle La Colina, para ese entonces, seguía siendo totalmente de varones, lo cual facilitaba el lenguaje y lo explícito de las imágenes que con total pertinencia nos exponía. Iñaki era una de esas extrañas personas que tenía especial facilidad para conectarse con los especímenes más complejos del mundo: los adolescentes. Y lo hacía desde una posición de respeto y confianza que impresionaban.

 

Antes de descubrir su valía como educador de jóvenes, Iñaki para mi representaba al gran artífice detrás del evento de mayor relevancia que tenía el colegio. Un evento a gran escala, que era una mezcla de talento, espiritualidad en el sentido más práctico y magia pura. El Hermano Iñaki era el director de la representación viviente de La Pasión de Cristo, que involucraba absolutamente a todo el colegio y se presentaba en el enorme campo de fútbol, en varias funciones, antes del asueto de Semana Santa. Eran largas jornadas de ensayo, con la música de la obra “Jesucristo Superstar” adaptada completamente al castellano con voces de reconocidos artistas de habla hispana y el audio, magistralmente acondicionado, por lo mas “top” de la época: la miniteca Betelgeuse.

 

Aquella apoteósica obra, que comenzaba con la entrada triunfal de Jesús el Domingo de Ramos, nos hacía sentir que estábamos realmente en Jerusalén siguiendo los pasos de Cristo. Arrancaba el acto y en las cornetas sonaba a todo volumen: “Hosanna Hey Sanna, Sanna Sanna Ho…” y saltábamos al unísono cientos de personas – niños de primaria, jóvenes de bachillerato y adultos - con nuestras palmas hacia el cielo, levantando polvo que se convertía en una gran nube, tras la búsqueda de Jesús que iba montado en burro, sujetado por el Hno. Iñaki, cuyo vestuario siempre destacaba por su autenticidad. A raíz de aquella experiencia, el Domingo de Ramos siempre ha significado, para mí, la fecha más especial de las celebraciones eucarísticas por su alegría, por aquellos recuerdos y por la presencia de un Jesús vivo y cercano, que particularmente siempre he preferido.   

 

Iñaki Sein Goñi, ese Hermano Lasallista, fue capaz de transmitirme, como nadie, la presencia cercana de Dios en la tierra, y a la vez, hablarnos con absoluta claridad sobre sexualidad y desafíos de la juventud. Todo esto, aderezado siempre, con una de sus indiscutibles marcas de fábrica: su sonrisa. Iñaki siempre estaba sonreído, y más allá de ello, siempre transmitía la alegría de verte y la disposición a escucharte.

 

Los Hermanos de las Escuelas Cristianas, esos discípulos de San Juan Bautista de La Salle, no son curas. No dicen misa, ni imponen los sacramentos. Aquel noble francés creó una congregación de maestros para quienes no tenían acceso a la educación y evitó la tentación de los compromisos, privilegios y cargos eclesiásticos. Así aseguró un rebaño de gente humilde, dentro de la iglesia, con el foco claro en formar a niños y jóvenes.

 

El Hermano Iñaki murió a finales de septiembre. Fue un digno discípulo de La Salle, un verdadero Hermano de las Escuelas Cristianas. En estos momentos, cuando veo con dolor el abandono de la profesión docente en Venezuela, donde la educación está en su momento más caótico y los jóvenes necesitan más que nunca una guía, cuanta falta nos hacen más educadores de la talla de Iñaki. Ojalá pueda iluminarnos desde el cielo.

 

Doy gracias a Dios por haber tenido la fortuna de tenerlo en mi camino.               

 

          28 de octubre de 2023

 

domingo, 3 de septiembre de 2023

¡Buena compañía!

Bernardo Guinand Ayala

 

“Si quieres ir rápido, ve solo. Si quieres llegar lejos, ve acompañado”

Proverbio africano

 

Recién aterrizaba en Caracas y percibía una sensación de guayabo. ¡Me he quedado sin meta! Acababa de correr el maratón de Londres y de repente me había quedado sin proyecto a la vista. Luego de la intervención en la columna, estuve casi dos años con la cabeza puesta en recuperarme y tal como había rezado tantas veces, poder correr de nuevo un maratón. ¡Lo había logrado! Y había sido un desafío de largo aliento, pues dependía de la recuperación, rehabilitación, fortalecimiento y empezar a correr de nuevo. Un plan de un par de años que, efectivamente, me dio foco durante ese lapso y alcanzó su objetivo.

 

“¿Y ahora qué?” llegué a pensar. Sin desesperación, ni apuro, ni drama, pero al llegar a Caracas tuve el impulso de agarrar papel y lápiz y plasmar en un papel algunos planes de corto plazo. Y así como escribo cada enero mis “propósitos de año nuevo”, esta vez, por primera vez, tuve la necesidad de establecer algunas metas para los próximos 4 meses, pues apenas arrancaba mayo y justo cerraría ese lapso en agosto, mes de mi cumpleaños, mes de mis 50 años.

 

Par de líneas para temas generales, otras tantas para propósitos de familia y de trabajo, para luego poner foco en un apartado que titulé: “salud y deporte”. Luego del maratón tenía claro que quería bajar la intensidad al trote, así que escribí: “más montaña”, y unas líneas más abajo, entre interrogantes, me desafié: “¿y si nos vamos pa Mérida?”.

 

Aún tenía la espina clavada del infructuoso ascenso al Bolívar en 2021 por aquella inesperada nevada en plena temporada de sequía. Pero la idea era solo una hipótesis, pues sabía que agosto corresponde a temporada invernal en los Andes venezolanos y ya había vivido cómo el clima puede afectar los planes, sobre todo al tratarse del Pico Bolívar, donde dependes de equipos y apoyo técnico. En fin, perfecta excusa para dejar el plan entre interrogantes, pero un expedito mensaje encauzó el futuro.

 

A un día de haber llegado a Caracas, decidí escribir a Ender Díaz, un guía de montaña merideño con quien habíamos hecho cumbre en el Humboldt en 2020. “Epa Ender, esta es una idea aún vaga, pero ¿sería posible hacer el Bolívar en agosto, en pleno invierno, ya que cumplo 50 años en esa fecha?”. El merideño, urgido en concretar montañistas, antes de responder a la duda ya estaba mandando un plan de varios días y sus noches, los potenciales lugares de acampada y el atractivo de sumar el Pico El Toro a la odisea. Proponía la ruta por la cara norte de la Sierra Nevada, siendo un atractivo para mí que ya había recorrido el trayecto por la cara sur desde Los Nevados. 

 

Una vez engarzado en el anzuelo, comencé a indagar quiénes podrían venir a mi fiesta. Por lo complicada que se vuelve la montaña cuando le sumas cuerdas, arneses, rapeles y clima invernal, tenía claro que debía ser un grupo pequeño, pues mientras más grande, más complejo suele ser todo. Dos primeros candidatos eran obvios: mi hermano José Antonio, compañero de innumerables aventuras, y mi hijo Nando, sólido en la montaña y quien me había acompañado en aquel intento fallido al Bolívar.

 

Como quien no quiere la cosa, una mañana en el Parque del Este lancé la iniciativa a mi team, autodenominados #CuelpoE’NiñoRunningClub esperando inicialmente un rotundo DPC (Dos Patadas por el C…) pues todos los intentos previos para subir montaña con ellos habían recibido, siempre, un sólido rechazo. Sin embargo, tanto Pedro Luis Álvarez, como Carlos Behrends se entusiasmaron con el plan, arrugando luego este último por lesión. El “Burri” Centeno se sumó más adelante, pero también se bajó del autobús lesionado.

 

La presencia femenina sumaría, lógicamente, su representación. Daniela Rodríguez “la trujillana”, corredora y amante de la montaña, sin pensarlo dijo: ¡Si, si, si a la primera! Luego Mimina, mi esposa, tratándose de mi cumpleaños y tras el desafío de llegar a lo más alto de Venezuela, también se apuntó, para mi asombro y duda.   

 

El team se consolidó con estos 6 aventureros – Mimina, Daniela, Pedro, Jose, Nando y yo – teniendo mi única reserva con Mimina, quien subió conmigo al Ávila siendo novios en el primer lustro de los noventa y más nunca volvió a encaramar una pata en el cerro, salvo un breve paso por Mifafí-La Culata en 2021. Por eso, estas líneas, más que de montaña, paisajes, desafíos, nevadas y frío, trata realmente de ella y de este grupo cercano de amigos y familia que decidieron hacerme compañía en esos 6 días y 5 noches de montaña, donde ni la altura, ni el clima, impidieron poner nuestros pies en lo más alto de la geografía venezolana y celebrar, muy a mi estilo, estos 50 años de vida.

 

Volamos vía El Vigía, la van del Señor Wilson nos llevó a Mérida, y el 16 de agosto ya estábamos en Mucunután, a casi 2.ooo metros de altura, dando los primeros pasos. Si bien el Bolívar puede tener la tentación de hacerlo en un ascenso flash subiendo en teleférico hasta Pico Espejo, a los puristas de la montaña nos gusta comernos la montaña a pedazos y entrompar el desafío desde la pata del cerro. Y así fue.

 

Más rápido de lo esperado, en poco más de 3 horas transitando el camino de “los callejones”, muy similar en vegetación y ruta al trecho desde El Banquito a No Te Apures en El Ávila, ya habíamos ascendido los casi 1.300 metros de desnivel para llegar a lo que sería nuestro hogar por las próximas tres noches, la casa de Pedro Peña, una humilde pero amplia casa convertida en posada provisional y ubicada en una privilegiada loma descampada de la montaña, con vistas maravillosas al Pico Bolívar en uno de sus flancos, a la sombra de los cachos del Pico El Toro encima nuestro y una panorámica distante de la discreta silueta de la Sierra de La Culata para contemplar de día y disfrutar el incansable relámpago del Catatumbo, detrás de ella, por las noches.

 

Nuestro anfitrión irradiaba el auténtico carácter de un ermitaño, más cómodo con sus animales que con sus huéspedes, inicialmente. Se pavoneaba al ser nieto del célebre Domingo Peña, baquiano merideño inmortalizado por guiar a Enrique Bourgoin y a Heriberto Márquez en el primer ascenso al Pico Bolívar en 1935.

 

La Casa de Pedro Peña nos garantizaba cama en lo que otrora fuera la casita de su abuelo, una cocina con fogón de leña que Pedro avivaba cada madrugada junto a su fiel gato Benito y su perra Peluchina y donde nos calentaba, alcahueta total, una olla con agua para darnos un baño o asegurarnos café y té a cualquier hora. En fin, todo un Marriot a 3.240 msnm, atendido por su propio dueño.

 

El segundo día marcaría una pauta de la expedición. El cambio de planes. Se suponía que ese día haríamos una caminata relajada hasta Loma Redonda para establecer allí un segundo campamento, pero las autoridades de INPARQUES prohibieron acampar allí, salvo a otro grupo con vara más alta. Así que nos quedamos instalados en Casa de Pedro, a menor altura, cómodos, pero requiriendo mayores distancias para alcanzar los objetivos. Ese día, lejos de hacer aquel trecho corto y relajado, emprendimos una arremetida de casi 1.500 metros de ascenso hasta el Pico El Toro, conquistando, con un día de anticipación, una de las águilas blancas que ninguno de los invitados había coronado con anterioridad.

 

Madrugamos, tomamos café y a las 6:30 estábamos rumbo a La Aguada para seguir hacia Loma Redonda con el Bolívar siempre de compañía y la majestuosa cascada del Sol que cae abruptamente por su cara norte hacia el Valle de Los Calderones. El grupo iba compacto y animado, solo desalentados por una burocrática inspección en Loma Redonda, donde evidenciamos el poco interés de las autoridades por los senderistas. En medio de la imponente Sierra Nevada, los montañistas, esos que mayor amor y cuido profesamos por la naturaleza, nos sentimos tratados como turistas de segunda.

 

Desayunamos arepa andina rellena de pernil con la Laguna de los Anteojos a nuestros pies, para luego emprender el viaje hacia el camino de los Colorados y llegar al Alto de la Cruz donde una ruta sigue cuesta abajo hacia Los Nevados. Pedro Luis, a la cabeza, iba como el boyscout que fue en su infancia y giró a la derecha para tomar la vía de El Toro, guiado por los mojones de piedras puestos en la ruta para indicar el camino que se pierde entre los enormes peñascos que conforman la cordillera. Pasada la laguna Ojo de Agua, comenzó un ascenso más pronunciado que percibimos, más que por las piernas, por la agitación de nuestra frecuencia cardíaca, esperando llegar a la famosa canal que supondría la parte más técnica del trayecto, pero que, casi sin percatarnos, finalizamos sin contratiempos.

 

Presencié, con emoción, como Mimina, la que en teoría no iba a desgastarse subiendo a El Toro, rampaba cual felino por la piedra más pronunciada para llegar al tope, bajo la protección siempre atenta de Alexis, ese noble merideño que ya nos había acompañado al Humboldt y Bonpland, como fiel guardián protector de mis afectos. Mientras, Nando se colaba de primero en El Toro, alzando la voz de cumbre.

 

El tercer día fue más relajado, pero no exento de descubrimientos. Hicimos una travesía desde nuestro refugio, pasando por la estación de teleférico La Aguada, para continuar hacia la Laguna La Fría en un trayecto de pocos ascensos. Para disfrutar las maravillas de nuestras montañas no hay que buscar solo cumbres, sino cada rincón, laguna, río o valle escondido en sus entrañas. Caminamos, visitamos uno de los pocos refugios que aún quedan en la Sierra Nevada y nos deleitamos con salchichón, queso ahumado, dátiles y algún otro manjar que en la montaña siempre sabe mejor. Aquella tarde, cuando pensábamos recogernos para descansar, aún nos quedaría hacer otro viaje extra para llevar nuestros pesados morrales, ya sin ayuda de las mulas, hasta la estación del teleférico para ahorrarnos ese peso hasta el Espejo.

 

A la mañana siguiente nos despediríamos de Pedro Peña y su séquito de animales, especialmente de Spike, un cariñoso perrito criollo que nos había acompañado en cada excursión durante esos días. Nuevamente tocó la burocracia del teleférico para poder embarcar nuestros morrales y poder emprender la ruta hasta Pico Espejo. Paciencia. Así que más tarde, dejando atrás el peloteo, estábamos aventurándonos en uno de los días de montaña más extensos y preciosos de todo el recorrido, desde Loma Redonda hasta Pico Espejo.

 

Nuevamente divisamos los Anteojos, par de lagunas de idéntico tamaño a las faldas de la Loma Redonda, transitamos el terreno plano hacia Los Colorados con el imponente Toro a la derecha y el intocable Bolívar a la izquierda. Esta vez, antes de llegar al Alto de la Cruz, tomamos el desvío a la izquierda hacia tierras desconocidas para nosotros. Pasamos el Moya, un lugar propicio para acampar, aunque muy expuesto a las inclemencias de la naturaleza. ¡Ahí debe hacer “pacheco” en las noches, compadre! pues está en plena vía, sin protección alguna de rocas que mitiguen el viento, pero con un balcón natural que mira hacia Mérida que debe ser “5 estrellas” en una mañana despejada. Saqué mi celular, volteé y vi a José Antonio encaramado en un pedestal tomando una foto y alcancé a retratar una de las imágenes que más me gustó de la travesía. Neblina a medias, dos cumbres al fondo y la compañía del otro fotógrafo que le daba toque humano y perspectiva a la imagen.

 

Algo más adelante cruzamos la ventana que nos desviaría desde la cara norte a la cara sur de la montaña. Cambiamos de fachada y la sensación de estar más expuestos, más en medio de la nada, fue apoteósica. Transitando aquella ruta, siempre en continuo ascenso, coincidimos que había sido uno de los recorridos más bellos. Mientras más nos alejábamos, paradójicamente mejor divisábamos El Toro y El León a nuestras espaldas. Sobre nosotros empezaba a aparecer, como un cohete a punto de despegar, la Cresta del Gallo, otro de esos célebres riscos puntiagudos no apto para cardíacos. Un ligero picoteo en el camino nos avivó las fuerzas y más adelante divisamos a un hombre gigantesco encaramado en un punto que lucía inaccesible. El espolón Miranda. Una majestuosa estatua de Francisco de Miranda en un lugar inimaginable en la cresta de la montaña. Un recuerdo, más que de nuestro prócer, de la ambición del hombre por poner su estandarte donde ni siquiera lo podríamos imaginar.

 

A golpe de las 2:00 pm coronábamos el Pico Espejo topándonos con la estatua de Nuestra Señora de Las Nieves, patrona de los alpinistas, bajo la mirada sorprendida de algunos turistas del teleférico que nos veían como héroes. Tarde de práctica de rapel en un sector llamado La Cloaca, justo detrás de la Virgen, para cenar un buen plato de pasta y tratar de descansar para el madrugonazo, y las sorpresas, que nos tocaban al día siguiente.

 

Noche de poco dormir. Entre el "culillómetro" activado, la dificultad de conciliar el sueño a 4.765 msnm y la tronamentazón que ponía aún más emoción al espectáculo, mi fiesta de cumpleaños vendría con sorpresas inesperadas. A las 3:00 am sonó el despertador. Algún compañero del refugio, aún bajo el calor del sleeping, disparó el primer ¡Feliz cumpleaños! Había llegado el día.

 

Solo tomamos café. Craso error. Esperábamos una parada más adelante, con algún rayo de sol para desayunar, pero los acontecimientos que vendrían retrasaron al máximo ese momento. Y nunca veríamos aquel rayo de sol. Con toda la artillería encima - chaqueta, guantes, gorro, buff, arnés, casco y linterna – salimos a paso conservador, por la vertiente sur en un tramo lleno de rocas sueltas y mucha bajada. “¡Ay! Lo que nos espera de regreso” fue lo que pensé, sin imaginar lo cansado que estaría para ese momento. 

 

A lo lejos empezábamos a ver unas luces que pronto aparecieron en movimiento. En efecto, el mismo grupo que habíamos visto acampando en Loma Redonda, había pernoctado esa noche en el campamento Albornoz y también pensaban coronar, aquel domingo, el Bolívar. Por ser un grupo más pequeño y situarse más cerca de la cumbre, era lógico que se adelantaran y sus luces empezaban a mostrar su ascenso por la laguna de Timoncito.           

             

Seguimos a paso firme y aún en la oscuridad trataba de recordar el camino recorrido en enero de 2021. Subimos el trecho llamado La Escalera y rápidamente me ubiqué y le dije a Nando: “aquí fue donde nos empezó a nevar aquella vez”. Ahora, a pesar de lo encapotado y el rugir de los truenos a la distancia, parecía que avanzaríamos más, pero apenas terminamos de subir La Escalera y divisar la larga canal que había hasta Roca Táchira, algo de agua empezó a caer en nuestra cabeza. “¡No puede ser coño, no otra vez!” pensé, y recordé a la familia López, unos amigos valencianos conocidos en la montaña, a quienes el Bolívar les había sido esquivo en varias oportunidades.

 

El otro grupo de montañistas había atacado la canal previamente y lo que era agua comenzó a convertirse en nieve. Los movimientos, entre fijar cuerdas y subir con prudencia, se volvían más lentos y nuestro guía trató de abrir una ruta alterna para ver si avanzábamos en paralelo. Fue infructuoso y aquella idea terminó retrasándonos más.  Así que, no mucho más arriba de dónde nos había tocado volver caras la vez pasada, estaba nuevamente ante el mismo dilema, pero con la firme convicción de que el día levantaría. Hubo un minuto, no más de eso, que el cielo mostró su azul por encima de nosotros. Pero fue un solo minuto y el estruendo volvió a marcar la pauta.

 

Pelo a pelo subimos la canal. Habíamos dejado de ser montañistas para ser escaladores, sujetos a nuestra cordada y más adelante ayudados por un jumar o ascendedor, una especie de gancho colocado en la cuerda que permite halar hacia arriba, pero se bloquea hacia abajo. Nos habíamos dividido en dos grupos, asistidos cada uno por un guía. En el grupo 1 estaban las dos mujeres de la expedición acompañadas por Pedro Luis. En el grupo 2 estábamos, supuestamente, los más versados en montaña: Nando, Jose y yo. Lo cierto es que al team número 1 les tocó ascender en condiciones más precarias y sin quejarse. Con el sonido de sus risas, a ratos, iban desafiando la gravedad y las condiciones de la naturaleza, con las montañas ahora pintadas de blanco.  

 

Ese grupo iba a la cabeza y otras veces invertíamos. Pasamos la canal, Roca Táchira, el Diamante y Nando perdió la paciencia. “Otra vez me metiste en este f$/&@ Bolívar” llegó a reclamarme mostrando sus guantes emparamados. Con tanta agua era mejor quitárnoslos y soplar nuestras manos con aire caliente. Pero peor aún era la falta de desayuno que habíamos dejado atrás sin esperar que nos sorprendiera nuevamente una nevada. En fin, volvía a tener la sensación de estar cerca, pero en condiciones adversas y tratando de manejar las emociones. Escuchamos al otro grupo de montaña gritar “cumbre” y la verdad pensé: “yo corono hoy este fulano pico”.

 

Llegamos a La Ventana, un célebre paso que suele dar vértigo a los escaladores pues quedas expuesto, de espaldas, con un largo acantilado que apunta a la ciudad de Mérida. Estaba tan nublado que la verdad ni chance nos dio de asustarnos. Aseguramos nuestra línea de vida al pasamanos puesto en la pared y nos dispusimos a un último y rudo ascenso por una chimenea que lleva a la ante cumbre. Avancé de primero, sujeto a mi cuerda y con la mano derecha manipulando el jumar, hasta el último escalón, muy complicado, en el cual había que utilizar la fuerza de ambos brazos y buscar muy bien dónde apoyar los pies. Uno a uno, vi como todos mis compañeros de ruta se abrazaban al peñón tratando de salvar ese último obstáculo, siempre con una mano amiga de apoyo. Nando creyó que habíamos llegado y al decirle que faltaba un trecho, casi se queda allí sentado. Pero resulta que estábamos más cerca de lo pensado.

 

Esperamos que Mimina terminara de subir la chimenea, para tomar el último pasamanos esperando ver el busto del Libertador. Empezamos a escuchar un sonido como electrificado en el ambiente y Nando me preguntó si era la cuerda. Me detengo y pregunto: “Epa Ender, aquí hay un sonido extraño”. A su estilo nos dijo que eso era normal y frente a nosotros apareció Bolívar, mucho más grande de lo que imaginaba, pero casi soltando chispas. Era entonces evidente que con la descarga eléctrica que había sucedido, el busto del Libertador estuviese bien cargado de energía al darnos la bienvenida.  

 

No hubo grito de cumbre, no hubo foto todos juntos, menos se nos ocurrió sacar el postre que había cargado para celebrar el cumpleaños. Lo único parecido a una celebración fueron los 20 segundos del video que Pedro Luis, bajo una intensa nevada, dedicó a Mate, su esposa, donde declaraba con Simón Bolívar de testigo: “aquí, ahorita, mi amor Mate, no hay un hombre más alto en Venezuela que yo ahorita, en este momento”.  

      

A esas alturas, solo Pedro Luis lograba sacarle una sonrisa a Nando y sólo su mamá lograba ofrecerle lo que necesitaba: una galleta más, un abrigo extra, una palabra tranquila. Mientras, José Antonio asistía diligentemente a los guías por tener más experiencia en cuerdas y Dani se concentraba en aguantar la pela de frío que nos envolvía.  

 

Por primera vez pensé que, en efecto, la verdadera cumbre no era aquella sino regresar sin contratiempos a nuestro refugio. Y bajo la nevada tocaba aún descender y volvernos expertos en rapel. Casi desde la cumbre se había abierto una ruta de descenso, bautizada como “El Desahogo” que permite que los escaladores que descienden no topen con los que van en ascenso. Eso supuso lanzarnos unos 60 metros en vertical al comenzar el retorno. Bajé de último y no pude sino sorprenderme de la destreza de mis invitados en el descenso. Podrían estar pasando trabajo, pero esa gente vino a gozar.

 

La siguiente parada desafió nuestra paciencia al mantenernos inmóviles a la altura del Diamante por mucho tiempo y terminó de demostrarme la actitud de Mimina en la montaña. No solo se dedicó con ternura a alentar y calentar a Nando en ese momento de tensión, sino que se ofreció de voluntaria para conectar el tramo que descendía hacia Roca Táchira. Casi sin darnos cuenta, Mimina estaba derrapando hacia abajo tratando de conectar el lugar dónde estábamos con el siguiente punto de anclaje. Sin visual tras una gran piedra, no alcanzábamos a ver las peripecias de Mimina, quien se balanceaba de un lado a otro, según las instrucciones de los guías, para ser luego auxiliada por uno de ellos y tender con claridad la cuerda por donde descenderíamos los demás.

 

Objetivamente, fue el momento más tenso y, a su vez, el que Mimina recuerda con más emoción al sentirse como Ethan Hunt completando alguna Misión Imposible. Salir de aquella inercia había sido clave y Mimina, la supuesta inexperta, fue quien lo lideró, no solo por la aventura, sino, como buena mamá, asegurar que Nando descendiera lo antes posible para darle abrigo y algo más sustancioso de comer.

 

Nando bajó aquella zanja descompuesto, pero bastó la rápida intervención de Alexis, brindándole su chaqueta y una arepa resuelta, que ya estaba rozagante para cuando yo descendí. Un último rapel largo, menos inclinado, nos ahorró todo el trecho de las Escaleras y finalmente pisábamos firme para completar, con nuestras piernas, el largo camino que aun nos quedaba entre Timoncito y Pico Espejo.      

 

Mimina quedó aquel último trecho pendiente de mí. ¿Quién lo diría? La oí girar instrucciones a Alexis para que no me dejara. Madre y también esposa al rescate, sin desfallecer un solo segundo. Y ahora me veo, escribiendo esta dilatada bitácora, para realmente llegar a este párrafo y destacar el verdadero sentido que tuve a la hora de escribirla. Y es que la travesía al Bolívar refleja perfectamente la travesía emprendida en nuestras vidas y donde la clave está en la ¡buena compañía! que escojas para hacerla.

 

¡Qué mejor recuerdo y aprendizaje puedo recalcar! El camino, el clima, las circunstancias pueden ponerse difíciles, de allí que la clave está en quiénes quieres que estén a tu lado para transitarlo. Y yo no puedo estar más agradecido. En el Bolívar y en mi vida.    

 

Gracias Pedro, Dani, Jose, Nando… y gracias Mimi, por estar siempre a mi lado.             

                              

 

          3 de septiembre de 2023