Probablemente quien comience a leer estas líneas
pensará lo incongruente de poner bajo un mismo título cosas que aparentemente
nada tienen que ver. Para mí tampoco tendría sentido, pero las cosas van sucediendo
de una manera muy particular. O podría incluso afirmar que Dios obra de manera muy
misteriosa.
Hace algún tiempo he empezado a correr en serio,
entrenar todas las semanas y recorrer distancias cada vez más largas, al punto
de haber realizado mis primeros tres maratones en el último año y medio. Dos
veces en Caracas y más recientemente la maratón de Buenos Aires. En este último
pude afirmar casi con total precisión aquella máxima de los runners que dice que un maratón se corre
30 kilómetros con las piernas, 10 kilómetros con la cabeza y 2 kilómetros con
el corazón.
Maratón de Buenos Aires Octubre 2016 |
Parecerá tal vez cursi para algunos corredores y
más aún para quien jamás ha recorrido esa distancia, pero la interpretación es
casi exacta a lo que sucede en la práctica. Para quien ha entrenado, los
primeros 30 kilómetros son el primer - y largo - escalón, pero al estar en
buenas condiciones puedes transitar esta etapa con bastante consistencia. Los
kilómetros se van consumiendo con relativa rapidez y el nivel de concentración
permite disfrutar la ciudad mientras el cronómetro va haciendo lo suyo y las
piernas van aguantando la mecha.
La segunda parte - cuando uno alcanza el kilómetro
30-32 - es sin duda la más dura de la prueba. Muchos dicen que allí realmente comienza
un maratón. Aún quedan suficientes kilómetros por recorrer, pero el cuerpo ya
experimenta síntomas de agotamiento y aparece ese fantasma que tanto teme un
corredor: “la pared” que no es otra
cosa que el agotamiento del glucógeno almacenado en los músculos, que sirve
como carburante para correr. A partir de esta distancia, empiezas a sentir que
el peso del cuerpo recae sobre la cadera y esta no puede empujar las piernas
con tanta velocidad como deseas. Pero más allá del agotamiento físico, la
cabeza empieza a tomar el control de la situación, para bien o para mal. Dejas de percibir la ciudad con la misma
nitidez y los kilómetros empiezan a parecer más largos. La concentración, el
foco, la mente, es la que manda. Y cuando uno dice que manda, quiere decir que
cuando ella dice para, se acabó lo que se daba.
Recuerdo que mientras entrenaba para Buenos Aires, en
los domingos que me tocaban largos de
más de 30k, mi cabeza me mandó a parar en un par de ocasiones. Simplemente me
desconcentraba y decidía que no podía más. Una vez me tocó incluso un largo
retorno a la casa caminando, pues el abandono mental me dejo “botado” en la
Plaza Las Tres Gracias a la altura del kilómetro 27, en un día que tocaban 34.
Los domingos siguientes me empecé a preocupar y comencé a explorar técnicas que
ya había dejado atrás: música para distraerme. Eso logró tranquilizarme las
siguientes jornadas, sin embargo, luego aparecería otra estrategia para cuando
la cabeza es la que manda en un maratón: la pausa ignaciana.
San Ignacio de Loyola |
Resulta que nunca he sido muy bueno con la oración.
Honestamente me cuesta concentrarme y seguir una reflexión tranquila y
ordenada. Hace algún tiempo le pedí a un joven jesuita que me diera algunas
claves para rezar y me habló de la pausa ignaciana, propuesta en los Ejercicios
Espirituales de San Ignacio de Loyola.
La pausa ignaciana es una propuesta de oración muy
sencilla para culminar el día. Es una reflexión para examinar la jornada y
hacer un examen de conciencia para irte a dormir tranquilo. En rigor, consta de
5 pasos sencillos que según la información que encuentres puede tener sus
variantes, pero en mi caso, este joven jesuita me decía que podría resumirse en
tres pasos: agradecer, pedir perdón y confiar en Dios.
El agradecimiento es la parte más sabrosa y en ella
incorporo uno de los pasos claves de la pausa: hacer una evaluación del día. De
lo bueno y de lo malo, de cómo te sentiste frente a determinada situación, qué
viviste, qué sucedió desde que te levantaste hasta ese momento. Para finalmente
apreciarlo todo y agradecer por todo. Lo bueno nos da satisfacción, pero los
obstáculos nos enseñan y nos permiten apreciar mejor las demás cosas.
Pedir perdón, así como perdonar, es el segundo gran
paso de esta reflexión. Es la parte más dura pues evaluamos nuestras
debilidades y tocamos la fibra de nuestras situaciones de mayor vulnerabilidad.
Reiteradas veces llego a identificar esos rasgos de personalidad que sabemos
menos constructivos, pero que nos cuesta desarraigar de nuestra forma de ser.
La tercera y última parte es ponernos en manos de
Dios, confiar en Él, sobre todo en aquellas cosas que escapan de nuestras
manos. Para esta fase, me ha servido de guía la muy conocida conversación con “Jesús
de la Misericordia”, una extraordinaria oración para descargar nuestras
angustias y preocupaciones en Dios, haciendo, por supuesto, todo lo que esté a
nuestro alcance aquí en la tierra. Venezuela es un tema recurrente en este
punto y así como con nuestro trabajo y esfuerzo ciudadano esperamos que haya un
cambio, nunca es inoportuno mirar arriba y decir ¡Jesús, yo confío en Ti! Al
final de la pausa, pensamos en el día que está por venir, nos preparamos para
enfrentarlo con entusiasmo, optimismo y dedicación.
Aunque casi a diario rezo con mis hijos y tomamos
algunos elementos de esta guía - agradecemos por lo que tenemos y recordamos
las cosas vividas durante el día - realmente no cumplo a diario esta fabulosa
fórmula. Para mí y casi sin percatarme, el mejor momento para hacer esta pausa
ha aparecido en esos largos kilómetros cuando corro más de lo normal y sobre
todo en esos que me llevan a la meta, cuando el cuerpo está agotado y la cabeza
necesita concentración. No es que vaya todo ese trayecto reflexionando y
rezando, pero he encontrado suficiente tiempo, paz y dedicación, no solo para
hacer la pausa del día, sino para hacer una reflexión más general de lo que
estoy viviendo en esos momentos. No tienen idea de cuántas personas y
situaciones aparecen al momento de agradecer. Cuántos defectos y cosas por las
cuales pedir perdón y cuánta necesidad de confiar en un Dios sobre el cual
descargar algunas angustias.
Mientras transitaba Buenos Aires entre el kilómetro
30 y el final del maratón vi a mucha gente quedarse en el camino. Recuerdo
haber alentado a un paraguayo que después de dejar atrás Puerto Madero frenó su
trote. Le grité suavemente “vamos Paraguay” al ver la camisa que, como la mía,
identificaba su nacionalidad. Después de recibir el gesto amable del paraguayo
indicando que ya retomaría, recordé que tenía que concentrarme en mi carrera y
me encerré un rato en esta pausa. Estar allí, en ese momento, en ese instante, totalmente
agotado, pensando lo mucho que había soñado durante años hacer una proeza como
esa, fue lo primero que agradecí. Vivir el ahora
y tenerlo totalmente presente. En fin, de eso se trata la felicidad.
Por cierto, los últimos dos kilómetros no hay
piernas, ni cabeza, ni nada. Solo una fuerza extraordinaria que te anima a
seguir adelante tratando de no perder el ritmo ya tambaleante para alcanzar tu
meta. Pero nunca llegaría a ese momento de no tener la mente enfocada durante
los kilómetros anteriores. Como muchas cosas en la vida, cada quien tiene su modo de matar pulgas. Creo haber descubierto la
mía.
16 de noviembre de 2016
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