miércoles, 16 de noviembre de 2016

Running y pausa ignaciana

Probablemente quien comience a leer estas líneas pensará lo incongruente de poner bajo un mismo título cosas que aparentemente nada tienen que ver. Para mí tampoco tendría sentido, pero las cosas van sucediendo de una manera muy particular. O podría incluso afirmar que Dios obra de manera muy misteriosa.

Hace algún tiempo he empezado a correr en serio, entrenar todas las semanas y recorrer distancias cada vez más largas, al punto de haber realizado mis primeros tres maratones en el último año y medio. Dos veces en Caracas y más recientemente la maratón de Buenos Aires. En este último pude afirmar casi con total precisión aquella máxima de los runners que dice que un maratón se corre 30 kilómetros con las piernas, 10 kilómetros con la cabeza y 2 kilómetros con el corazón.
Maratón de Buenos Aires Octubre 2016

Parecerá tal vez cursi para algunos corredores y más aún para quien jamás ha recorrido esa distancia, pero la interpretación es casi exacta a lo que sucede en la práctica. Para quien ha entrenado, los primeros 30 kilómetros son el primer - y largo - escalón, pero al estar en buenas condiciones puedes transitar esta etapa con bastante consistencia. Los kilómetros se van consumiendo con relativa rapidez y el nivel de concentración permite disfrutar la ciudad mientras el cronómetro va haciendo lo suyo y las piernas van aguantando la mecha.

La segunda parte - cuando uno alcanza el kilómetro 30-32 - es sin duda la más dura de la prueba. Muchos dicen que allí realmente comienza un maratón. Aún quedan suficientes kilómetros por recorrer, pero el cuerpo ya experimenta síntomas de agotamiento y aparece ese fantasma que tanto teme un corredor: “la pared” que no es otra cosa que el agotamiento del glucógeno almacenado en los músculos, que sirve como carburante para correr. A partir de esta distancia, empiezas a sentir que el peso del cuerpo recae sobre la cadera y esta no puede empujar las piernas con tanta velocidad como deseas. Pero más allá del agotamiento físico, la cabeza empieza a tomar el control de la situación, para bien o para mal. Dejas de percibir la ciudad con la misma nitidez y los kilómetros empiezan a parecer más largos. La concentración, el foco, la mente, es la que manda. Y cuando uno dice que manda, quiere decir que cuando ella dice para, se acabó lo que se daba.

Recuerdo que mientras entrenaba para Buenos Aires, en los domingos que me tocaban largos de más de 30k, mi cabeza me mandó a parar en un par de ocasiones. Simplemente me desconcentraba y decidía que no podía más. Una vez me tocó incluso un largo retorno a la casa caminando, pues el abandono mental me dejo “botado” en la Plaza Las Tres Gracias a la altura del kilómetro 27, en un día que tocaban 34. Los domingos siguientes me empecé a preocupar y comencé a explorar técnicas que ya había dejado atrás: música para distraerme. Eso logró tranquilizarme las siguientes jornadas, sin embargo, luego aparecería otra estrategia para cuando la cabeza es la que manda en un maratón: la pausa ignaciana.

San Ignacio de Loyola
Resulta que nunca he sido muy bueno con la oración. Honestamente me cuesta concentrarme y seguir una reflexión tranquila y ordenada. Hace algún tiempo le pedí a un joven jesuita que me diera algunas claves para rezar y me habló de la pausa ignaciana, propuesta en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola.

La pausa ignaciana es una propuesta de oración muy sencilla para culminar el día. Es una reflexión para examinar la jornada y hacer un examen de conciencia para irte a dormir tranquilo. En rigor, consta de 5 pasos sencillos que según la información que encuentres puede tener sus variantes, pero en mi caso, este joven jesuita me decía que podría resumirse en tres pasos: agradecer, pedir perdón y confiar en Dios.

El agradecimiento es la parte más sabrosa y en ella incorporo uno de los pasos claves de la pausa: hacer una evaluación del día. De lo bueno y de lo malo, de cómo te sentiste frente a determinada situación, qué viviste, qué sucedió desde que te levantaste hasta ese momento. Para finalmente apreciarlo todo y agradecer por todo. Lo bueno nos da satisfacción, pero los obstáculos nos enseñan y nos permiten apreciar mejor las demás cosas.

Pedir perdón, así como perdonar, es el segundo gran paso de esta reflexión. Es la parte más dura pues evaluamos nuestras debilidades y tocamos la fibra de nuestras situaciones de mayor vulnerabilidad. Reiteradas veces llego a identificar esos rasgos de personalidad que sabemos menos constructivos, pero que nos cuesta desarraigar de nuestra forma de ser.

La tercera y última parte es ponernos en manos de Dios, confiar en Él, sobre todo en aquellas cosas que escapan de nuestras manos. Para esta fase, me ha servido de guía la muy conocida conversación con “Jesús de la Misericordia”, una extraordinaria oración para descargar nuestras angustias y preocupaciones en Dios, haciendo, por supuesto, todo lo que esté a nuestro alcance aquí en la tierra. Venezuela es un tema recurrente en este punto y así como con nuestro trabajo y esfuerzo ciudadano esperamos que haya un cambio, nunca es inoportuno mirar arriba y decir ¡Jesús, yo confío en Ti! Al final de la pausa, pensamos en el día que está por venir, nos preparamos para enfrentarlo con entusiasmo, optimismo y dedicación.  

Aunque casi a diario rezo con mis hijos y tomamos algunos elementos de esta guía - agradecemos por lo que tenemos y recordamos las cosas vividas durante el día - realmente no cumplo a diario esta fabulosa fórmula. Para mí y casi sin percatarme, el mejor momento para hacer esta pausa ha aparecido en esos largos kilómetros cuando corro más de lo normal y sobre todo en esos que me llevan a la meta, cuando el cuerpo está agotado y la cabeza necesita concentración. No es que vaya todo ese trayecto reflexionando y rezando, pero he encontrado suficiente tiempo, paz y dedicación, no solo para hacer la pausa del día, sino para hacer una reflexión más general de lo que estoy viviendo en esos momentos. No tienen idea de cuántas personas y situaciones aparecen al momento de agradecer. Cuántos defectos y cosas por las cuales pedir perdón y cuánta necesidad de confiar en un Dios sobre el cual descargar algunas angustias.

Mientras transitaba Buenos Aires entre el kilómetro 30 y el final del maratón vi a mucha gente quedarse en el camino. Recuerdo haber alentado a un paraguayo que después de dejar atrás Puerto Madero frenó su trote. Le grité suavemente “vamos Paraguay” al ver la camisa que, como la mía, identificaba su nacionalidad. Después de recibir el gesto amable del paraguayo indicando que ya retomaría, recordé que tenía que concentrarme en mi carrera y me encerré un rato en esta pausa. Estar allí, en ese momento, en ese instante, totalmente agotado, pensando lo mucho que había soñado durante años hacer una proeza como esa, fue lo primero que agradecí. Vivir el ahora y tenerlo totalmente presente. En fin, de eso se trata la felicidad.

Por cierto, los últimos dos kilómetros no hay piernas, ni cabeza, ni nada. Solo una fuerza extraordinaria que te anima a seguir adelante tratando de no perder el ritmo ya tambaleante para alcanzar tu meta. Pero nunca llegaría a ese momento de no tener la mente enfocada durante los kilómetros anteriores. Como muchas cosas en la vida, cada quien tiene su modo de matar pulgas. Creo haber descubierto la mía.      
 

16 de noviembre de 2016

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