jueves, 7 de mayo de 2020

Mi mamá lo llama milagro

Bernardo Guinand Ayala

Reaccioné desconcertado, sentado en una acera, adolorido y totalmente desubicado. Apenas amanecía, no sé cuánto tiempo tenía fuera del carro y la gente empezaba a ubicarse a mi alrededor. Alguien me ofreció un teléfono, ni idea si era hombre o mujer, pero me dijo: “llama a un familiar” y lo primero que recuerdo fue la pesadilla que significaba que mis papás no estuviesen en Venezuela. Empezaba a caer en cuenta sobre qué podía haber pasado y sería muy difícil afrontarlo sin ellos cerca.

Sin poder articular palabras, balbuceé los números de un teléfono y rápidamente me lo pasaron al oído: “Guachamarón, creo que choqué, porfa ven a ayudarme”. Mientras Luis Alfredo - mi pana de la universidad - llegaba en mi rescate, deambulé como un zombi entre la calle y la acera sin querer aún creerlo. Mi carro, mejor dicho, el carro de mi hermana que había estado usando casi en comodato, estaba tirado hacia la acera, pero contra un carro de frente. Recuerdo haber visto la silueta de una cara humana esculpida en el parabrisas del otro carro. Sin saber qué hacer, me montaba una y otra vez en mi carro, pero casi no había suficiente espacio para entrar. El volante se pegaba contra el cuerpo y comprendí entonces el dolor en la nariz y una rodilla, aunque mucho menores al de la clavícula izquierda. El cinturón, sin duda, había hecho su trabajo, pero aun así era absurdamente ilógico el buen estado en el que estaba con el poco espacio que había en la cabina y lo destrozado en general del carro.

Venía de una fiesta y me quedé completamente dormido camino a mi casa. Había dejado previamente a una amiga, emocionado pues la había pasado genial. Más nunca volví a llamarla. Me encerré a partir de ese día y la vergüenza duró mucho. Hasta ese día, jamás había experimentado lo que era vivir con tensión. Pasaron meses hasta que mis hombros cedieron a la contractura por estrés. Ahora, cada vez que sufro alguna situación así sea leve, mi cuello y hombros se entumecen y me recuerdan que todo nació ese día.   

Hoy se cumplen 25 años de aquel accidente y casualmente pasé trotando esta mañana por allí. Es una ruta que transito con cierta frecuencia, como para recordarme las segundas oportunidades que te da la vida. Hoy también se cumplen 25 años de la
Beata Madre María de San José 
beatificación de la Madre María de San José. Revisando luego detalles, mi choque sucedió, no solo el mismo día, sino que fue también a la misma hora que en la Plaza de San Pedro en el Vaticano, el Papa Juan Pablo II elevaba a los altares a la primera beata venezolana. Mis papás no pudieron estar a mi lado aquel fatídico día, pues justamente estaban en el Vaticano, en la Plaza de San Pedro, en la ceremonia de beatificación. Mis papás estaban rezando, por su familia, por Venezuela.

No sé cómo sobreviví esos días, fueron terribles moralmente. Mi familia en todo ayudó y afortunadamente la otra familia también. Recuerdo que cuando mis papás llegaron a Venezuela y tuvieron que afrontar el tema legal, la abogada de quienes yo había chocado - jueza de oficio - dijo a las familias en disputa: “Si solo existieran familias como ustedes, el mundo no necesitaría abogados”. Los padres de aquel chamo, cuya cara quedó plasmada en su parabrisas y una pierna bastante más afectada que la mía, reconocieron a mis papas que el solo hecho de haber asumido mi responsabilidad, fue para ellos una aval para resolver las cosas en paz.  

Tiempo después llegó el carro a la casa. Repararlo era más costoso que venderlo para repuestos, así que se declaró la pérdida total. Mi papá no dejó de sorprenderse que hubiese salido de allí sin lesiones. Mi mamá nunca quiso ver el carro, siempre supo, amparada en su fe, que se trataba de la Madre María de San José. Mi mamá lo llama milagro.               


7 de mayo de 2020

1 comentario: