Bernardo Guinand Ayala
Barquisimeto, tarde de un
lunes cualquiera de finales de febrero. Camino por las calles de Nueva Segovia
antes del primer día de taller que me llevaría a recorrer 6 ciudades del país
formando organizaciones sociales en esos temas que me gustan y algo tengo para
compartir. Veo todos los negocios a mi alrededor, perfectamente iluminados,
pero un incómodo sonido zumba en toda la cuadra ¡¡¡Brrrrrrrrrrrrr!!!
No suena realmente
“brrrrrrrr”, pues es más molesto que eso, pero no encuentro cómo escribirlo. Imagínalo
en la nota más grave que puedas y onomatopéyicamente ronco. Me doy cuenta que los
sonidos son muy difíciles de escribir y describir. Suena a planta eléctrica prendida.
Pero a planta eléctrica en todos los lugares que recorro. Y por el sonido
descubro también el olor a combustible.
Dos noches después, luego de
cumplir exitosamente la jornada, decido no cenar en el hotel y recompensarme con
una pizza y un whiskycito en una bonita terraza no lejos de allí. Me decido por
la de mortadela, stracciatella y pistacho y, de repente, a mitad de un sorbo
del elixir escocés, quedamos todos a oscuras. Mi mayor sorpresa no era la penumbra,
sino la tranquilidad de todo el local – cocineros, mesoneros y clientes – en
medio del percance. Ni un “coño” se escuchó y, al voltear hacia el gran horno
de leña, veo a un trabajador asistiendo de manera relajada al chef, con la luz
de su celular encendida, mientras aquel evaluaba si las pizzas, dentro del imponente
horno, estaban a punto. Todo seguía su curso.
A Barquisimeto siguieron
visitas a Caracas, Maracaibo, Mérida, Valencia y Pampatar. En todas, en TODAS, menos
en Caracas, se fue la luz en una o más oportunidades, incluso en medio del
taller. Razón tienen los provincianos en arrecharse por el trato privilegiado
dado a la capital, lo cual genera tensión, como si los caraqueños tuviéramos la
culpa o alguna injerencia. En fin, una manera de enfrentarnos a todos, por todo.
Perder-perder dirían los sabios. Aunque alguna broma bien hecha, en torno a ello,
canalizara luego la tensión en atención. Y seguíamos.
Recuerdo a Juan Carlos, en
Mérida, cuando relataba su última visita al páramo y el impacto que vivió al regreso,
al ver la ciudad de lejos, ya de noche, y sorprenderse al constatar que solo una
mitad estaba iluminada. Aquella vez no correspondía exclusivamente al caos
eléctrico, sino a la triste migración a la que se ha enfrentado la ciudad por
la crisis que les ha golpeado. Duro ¿no? Una de esas mañanas salí a trotar en
la “ciudad de los caballeros” y, en efecto, una altísima cantidad de viviendas
se veían abandonadas. Mis jornadas de formación, acompañadas por el ejercicio
madrugador en cada ciudad donde estuve, se convirtieron en agudos momentos de
reflexión, catarsis y, por supuesto, una honda preocupación por nuestra vapuleada
Venezuela.
Un día me encontré dando el
taller, creo que era en Mérida o en Valencia, y se fue la luz en medio de mi exposición.
Me sorprendió la capacidad de seguir dando mi clase como si nada hubiese
sucedido, totalmente a oscuras. Algunos lo evaluarán como adaptación o resiliencia,
pero lo cierto es que luego sentí una gran desazón conmigo mismo, porque no
podemos acostumbrarnos a lo hostil, a vivir sin criterios básicos de dignidad. Menos
aún en un país que tiene todo para que cada casa, cada empresa, cada hotel,
cada taguara y cada escuela, tengan la electricidad y los servicios necesarios para
prosperar. No hay derecho.
La única diferencia que
encontré entre una ciudad u otra; entre cada uno de los hoteles donde amablemente
fui recibido e invitado para inspirar esperanza y conocimientos, fue en el tiempo
– medido en segundos o minutos – en que cada planta eléctrica, con su zumbido característico,
reaccionaba ante cada apagón. Y es que toda Venezuela suena al son del gasoil.
El viernes pasado, instalado
en mi oficina en Caracas, mientras atendía por Zoom a una de las organizaciones
marabinas en una suerte de mentoría post taller, mi internet comenzó a fallar.
Un minuto después quedó mi oficina a oscuras y la conexión duró unos segundos de
más justo para avisarles que me había llegado el turno. Seis de seis, como para
que mi relato concluyera con un contundente 100% de oscurantismo y los del interior
se sintieran un poquito acompañados en su horror.
No quiero más resiliencia. No
quiero acomodarme en un país con sonido a gasoil. Merecemos un país que suene a
prosperidad.
27 de abril de 2025