Bernardo Guinand Ayala
“Si quieres ir rápido, ve solo. Si quieres
llegar lejos, ve acompañado”
Proverbio africano
Recién
aterrizaba en Caracas y percibía una sensación de guayabo. ¡Me he quedado
sin meta! Acababa de correr el maratón de Londres y de repente me había
quedado sin proyecto a la vista. Luego de la intervención en la columna, estuve
casi dos años con la cabeza puesta en recuperarme y tal como había rezado
tantas veces, poder correr de nuevo un maratón. ¡Lo había logrado! Y
había sido un desafío de largo aliento, pues dependía de la recuperación,
rehabilitación, fortalecimiento y empezar a correr de nuevo. Un plan de un par
de años que, efectivamente, me dio foco durante ese lapso y alcanzó su objetivo.
“¿Y ahora
qué?” llegué a pensar. Sin
desesperación, ni apuro, ni drama, pero al llegar a Caracas tuve el impulso de
agarrar papel y lápiz y plasmar en un papel algunos planes de corto plazo. Y así
como escribo cada enero mis “propósitos de año nuevo”, esta vez, por primera
vez, tuve la necesidad de establecer algunas metas para los próximos 4 meses,
pues apenas arrancaba mayo y justo cerraría ese lapso en agosto, mes de mi
cumpleaños, mes de mis 50 años.
Par de
líneas para temas generales, otras tantas para propósitos de familia y de
trabajo, para luego poner foco en un apartado que titulé: “salud y deporte”.
Luego del maratón tenía claro que quería bajar la intensidad al trote, así que
escribí: “más montaña”, y unas líneas más abajo, entre interrogantes, me
desafié: “¿y si nos vamos pa Mérida?”.
Aún tenía
la espina clavada del infructuoso ascenso al Bolívar en 2021 por aquella inesperada
nevada en plena temporada de sequía. Pero la idea era solo una hipótesis, pues
sabía que agosto corresponde a temporada invernal en los Andes venezolanos y ya
había vivido cómo el clima puede afectar los planes, sobre todo al tratarse del
Pico Bolívar, donde dependes de equipos y apoyo técnico. En fin, perfecta
excusa para dejar el plan entre interrogantes, pero un expedito mensaje encauzó
el futuro.
A un día
de haber llegado a Caracas, decidí escribir a Ender Díaz, un guía de montaña
merideño con quien habíamos hecho cumbre en el Humboldt en 2020. “Epa Ender,
esta es una idea aún vaga, pero ¿sería posible hacer el Bolívar en agosto, en
pleno invierno, ya que cumplo 50 años en esa fecha?”. El merideño, urgido
en concretar montañistas, antes de responder a la duda ya estaba mandando un
plan de varios días y sus noches, los potenciales lugares de acampada y el
atractivo de sumar el Pico El Toro a la odisea. Proponía la ruta por la cara
norte de la Sierra Nevada, siendo un atractivo para mí que ya había recorrido
el trayecto por la cara sur desde Los Nevados.
Una vez
engarzado en el anzuelo, comencé a indagar quiénes podrían venir a mi fiesta.
Por lo complicada que se vuelve la montaña cuando le sumas cuerdas, arneses,
rapeles y clima invernal, tenía claro que debía ser un grupo pequeño, pues
mientras más grande, más complejo suele ser todo. Dos primeros candidatos eran obvios:
mi hermano José Antonio, compañero de innumerables aventuras, y mi hijo Nando,
sólido en la montaña y quien me había acompañado en aquel intento fallido al
Bolívar.
Como
quien no quiere la cosa, una mañana en el Parque del Este lancé la iniciativa a
mi team, autodenominados #CuelpoE’NiñoRunningClub
esperando inicialmente un rotundo DPC (Dos Patadas por el C…) pues todos los
intentos previos para subir montaña con ellos habían recibido, siempre, un
sólido rechazo. Sin embargo, tanto Pedro Luis Álvarez, como Carlos Behrends se entusiasmaron
con el plan, arrugando luego este último por lesión. El “Burri” Centeno se sumó
más adelante, pero también se bajó del autobús lesionado.
La presencia femenina sumaría,
lógicamente, su representación. Daniela Rodríguez “la trujillana”,
corredora y amante de la montaña, sin pensarlo dijo: ¡Si, si, si a la
primera! Luego Mimina, mi esposa, tratándose de mi cumpleaños y tras el
desafío de llegar a lo más alto de Venezuela, también se apuntó, para mi
asombro y duda.
El team se consolidó con
estos 6 aventureros – Mimina, Daniela, Pedro, Jose, Nando y yo – teniendo mi
única reserva con Mimina, quien subió conmigo al Ávila siendo novios en el
primer lustro de los noventa y más nunca volvió a encaramar una pata en el
cerro, salvo un breve paso por Mifafí-La Culata en 2021. Por eso, estas líneas,
más que de montaña, paisajes, desafíos, nevadas y frío, trata realmente de ella
y de este grupo cercano de amigos y familia que decidieron hacerme compañía en
esos 6 días y 5 noches de montaña, donde ni la altura, ni el clima, impidieron
poner nuestros pies en lo más alto de la geografía venezolana y celebrar, muy a
mi estilo, estos 50 años de vida.
Volamos vía El Vigía, la van
del Señor Wilson nos llevó a Mérida, y el 16 de agosto ya estábamos en
Mucunután, a casi 2.ooo metros de altura, dando los primeros pasos. Si bien el
Bolívar puede tener la tentación de hacerlo en un ascenso flash subiendo en
teleférico hasta Pico Espejo, a los puristas de la montaña nos gusta comernos
la montaña a pedazos y entrompar el desafío desde la pata del cerro. Y así fue.
Más rápido de lo esperado,
en poco más de 3 horas transitando el camino de “los callejones”, muy similar
en vegetación y ruta al trecho desde El Banquito a No Te Apures en El Ávila, ya
habíamos ascendido los casi 1.300 metros de desnivel para llegar a lo que sería
nuestro hogar por las próximas tres noches, la casa de Pedro Peña, una humilde
pero amplia casa convertida en posada provisional y ubicada en una privilegiada
loma descampada de la montaña, con vistas maravillosas al Pico Bolívar en uno
de sus flancos, a la sombra de los cachos del Pico El Toro encima nuestro y una
panorámica distante de la discreta silueta de la Sierra de La Culata para
contemplar de día y disfrutar el incansable relámpago del Catatumbo, detrás de
ella, por las noches.
Nuestro anfitrión irradiaba el
auténtico carácter de un ermitaño, más cómodo con sus animales que con sus
huéspedes, inicialmente. Se pavoneaba al ser nieto del célebre Domingo Peña,
baquiano merideño inmortalizado por guiar a Enrique Bourgoin y a Heriberto
Márquez en el primer ascenso al Pico Bolívar en 1935.
La Casa de Pedro Peña nos garantizaba
cama en lo que otrora fuera la casita de su abuelo, una cocina con fogón de
leña que Pedro avivaba cada madrugada junto a su fiel gato Benito y su perra Peluchina
y donde nos calentaba, alcahueta total, una olla con agua para darnos un baño o
asegurarnos café y té a cualquier hora. En fin, todo un Marriot a 3.240 msnm,
atendido por su propio dueño.
El segundo día marcaría una
pauta de la expedición. El cambio de planes. Se suponía que ese día haríamos
una caminata relajada hasta Loma Redonda para establecer allí un segundo
campamento, pero las autoridades de INPARQUES prohibieron acampar allí, salvo a
otro grupo con vara más alta. Así que nos quedamos instalados en Casa de Pedro,
a menor altura, cómodos, pero requiriendo mayores distancias para alcanzar los
objetivos. Ese día, lejos de hacer aquel trecho corto y relajado, emprendimos
una arremetida de casi 1.500 metros de ascenso hasta el Pico El Toro, conquistando,
con un día de anticipación, una de las águilas blancas que ninguno de los
invitados había coronado con anterioridad.
Madrugamos, tomamos café y a
las 6:30 estábamos rumbo a La Aguada para seguir hacia Loma Redonda con el
Bolívar siempre de compañía y la majestuosa cascada del Sol que cae
abruptamente por su cara norte hacia el Valle de Los Calderones. El grupo iba
compacto y animado, solo desalentados por una burocrática inspección en Loma
Redonda, donde evidenciamos el poco interés de las autoridades por los
senderistas. En medio de la imponente Sierra Nevada, los montañistas, esos que
mayor amor y cuido profesamos por la naturaleza, nos sentimos tratados como
turistas de segunda.
Desayunamos arepa andina rellena
de pernil con la Laguna de los Anteojos a nuestros pies, para luego emprender
el viaje hacia el camino de los Colorados y llegar al Alto de la Cruz donde una
ruta sigue cuesta abajo hacia Los Nevados. Pedro Luis, a la cabeza, iba como el
boyscout que fue en su infancia y giró a la derecha para tomar la vía de El
Toro, guiado por los mojones de piedras puestos en la ruta para indicar el
camino que se pierde entre los enormes peñascos que conforman la cordillera.
Pasada la laguna Ojo de Agua, comenzó un ascenso más pronunciado que percibimos,
más que por las piernas, por la agitación de nuestra frecuencia cardíaca,
esperando llegar a la famosa canal que supondría la parte más técnica del
trayecto, pero que, casi sin percatarnos, finalizamos sin contratiempos.
Presencié, con emoción, como
Mimina, la que en teoría no iba a desgastarse subiendo a El Toro, rampaba cual
felino por la piedra más pronunciada para llegar al tope, bajo la protección
siempre atenta de Alexis, ese noble merideño que ya nos había acompañado al Humboldt
y Bonpland, como fiel guardián protector de mis afectos. Mientras, Nando se
colaba de primero en El Toro, alzando la voz de cumbre.
El tercer día fue más relajado,
pero no exento de descubrimientos. Hicimos una travesía desde nuestro refugio,
pasando por la estación de teleférico La Aguada, para continuar hacia la Laguna
La Fría en un trayecto de pocos ascensos. Para disfrutar las maravillas de
nuestras montañas no hay que buscar solo cumbres, sino cada rincón, laguna,
río o valle escondido en sus entrañas. Caminamos, visitamos uno de los pocos
refugios que aún quedan en la Sierra Nevada y nos deleitamos con salchichón,
queso ahumado, dátiles y algún otro manjar que en la montaña siempre sabe
mejor. Aquella tarde, cuando pensábamos recogernos para descansar, aún nos
quedaría hacer otro viaje extra para llevar nuestros pesados morrales, ya sin
ayuda de las mulas, hasta la estación del teleférico para ahorrarnos ese peso
hasta el Espejo.
A la mañana siguiente nos
despediríamos de Pedro Peña y su séquito de animales, especialmente de Spike,
un cariñoso perrito criollo que nos había acompañado en cada excursión durante
esos días. Nuevamente tocó la burocracia del
teleférico para poder embarcar nuestros morrales y poder emprender la ruta hasta Pico Espejo. Paciencia. Así que
más tarde, dejando atrás el peloteo, estábamos aventurándonos en uno de los
días de montaña más extensos y preciosos de todo el recorrido, desde Loma
Redonda hasta Pico Espejo.
Nuevamente divisamos los
Anteojos, par de lagunas de idéntico tamaño a las faldas de la Loma Redonda,
transitamos el terreno plano hacia Los Colorados con el imponente Toro a la
derecha y el intocable Bolívar a la izquierda. Esta vez, antes de llegar al Alto
de la Cruz, tomamos el desvío a la izquierda hacia tierras desconocidas para
nosotros. Pasamos el Moya, un lugar propicio para acampar, aunque muy expuesto
a las inclemencias de la naturaleza. ¡Ahí debe hacer “pacheco” en las
noches, compadre! pues está en plena vía, sin protección alguna de rocas
que mitiguen el viento, pero con un balcón natural que mira hacia Mérida que
debe ser “5 estrellas” en una mañana despejada. Saqué mi celular, volteé y vi a José Antonio
encaramado en un pedestal tomando una foto y alcancé a retratar una de las
imágenes que más me gustó de la travesía. Neblina a medias, dos cumbres al
fondo y la compañía del otro fotógrafo que le daba toque humano y
perspectiva a la imagen.
Algo más adelante cruzamos
la ventana que nos desviaría desde la cara norte a la cara sur de la montaña.
Cambiamos de fachada y la sensación de estar más expuestos, más en medio de la
nada, fue apoteósica. Transitando aquella ruta, siempre en continuo ascenso,
coincidimos que había sido uno de los recorridos más bellos. Mientras más nos
alejábamos, paradójicamente mejor divisábamos El Toro y El León a nuestras
espaldas. Sobre nosotros empezaba a aparecer, como un cohete a punto de
despegar, la Cresta del Gallo, otro de esos célebres riscos puntiagudos no apto
para cardíacos. Un ligero picoteo en el camino nos avivó las fuerzas y más
adelante divisamos a un hombre gigantesco encaramado en un punto que lucía
inaccesible. El espolón Miranda. Una majestuosa estatua de Francisco de Miranda
en un lugar inimaginable en la cresta de la montaña. Un recuerdo, más que de
nuestro prócer, de la ambición del hombre por poner su estandarte donde ni
siquiera lo podríamos imaginar.
A golpe de las 2:00 pm
coronábamos el Pico Espejo topándonos con la estatua de Nuestra Señora de Las
Nieves, patrona de los alpinistas, bajo la mirada sorprendida de algunos
turistas del teleférico que nos veían como héroes. Tarde de práctica de rapel
en un sector llamado La Cloaca, justo detrás de la Virgen, para cenar un buen
plato de pasta y tratar de descansar para el madrugonazo, y las sorpresas, que
nos tocaban al día siguiente.
Noche de poco dormir. Entre
el "culillómetro" activado, la dificultad de conciliar el sueño a 4.765 msnm y la
tronamentazón que ponía aún más emoción al espectáculo, mi fiesta de cumpleaños
vendría con sorpresas inesperadas. A las 3:00 am sonó el despertador. Algún
compañero del refugio, aún bajo el calor del sleeping, disparó el primer ¡Feliz
cumpleaños! Había llegado el día.
Solo tomamos café. Craso
error. Esperábamos una parada más adelante, con algún rayo de sol para
desayunar, pero los acontecimientos que vendrían retrasaron al máximo ese
momento. Y nunca veríamos aquel rayo de sol. Con toda la artillería encima -
chaqueta, guantes, gorro, buff, arnés, casco y linterna – salimos a paso
conservador, por la vertiente sur en un tramo lleno de rocas sueltas y mucha
bajada. “¡Ay! Lo que nos espera de regreso” fue lo que pensé, sin
imaginar lo cansado que estaría para ese momento.
A lo lejos empezábamos a ver
unas luces que pronto aparecieron en movimiento. En efecto, el mismo grupo que
habíamos visto acampando en Loma Redonda, había pernoctado esa noche en el
campamento Albornoz y también pensaban coronar, aquel domingo, el Bolívar. Por
ser un grupo más pequeño y situarse más cerca de la cumbre, era lógico que se
adelantaran y sus luces empezaban a mostrar su ascenso por la laguna de
Timoncito.
Seguimos a paso firme y aún
en la oscuridad trataba de recordar el camino recorrido en enero de 2021.
Subimos el trecho llamado La Escalera y rápidamente me ubiqué y le dije a
Nando: “aquí fue donde nos empezó a nevar aquella vez”. Ahora, a pesar
de lo encapotado y el rugir de los truenos a la distancia, parecía que
avanzaríamos más, pero apenas terminamos de subir La Escalera y divisar la
larga canal que había hasta Roca Táchira, algo de agua empezó a caer en nuestra
cabeza. “¡No puede ser coño, no otra vez!” pensé, y recordé a la familia
López, unos amigos valencianos conocidos en la montaña, a quienes el Bolívar
les había sido esquivo en varias oportunidades.
El otro grupo de montañistas
había atacado la canal previamente y lo que era agua comenzó a convertirse en
nieve. Los movimientos, entre fijar cuerdas y subir con prudencia, se volvían
más lentos y nuestro guía trató de abrir una ruta alterna para ver si
avanzábamos en paralelo. Fue infructuoso y aquella idea terminó retrasándonos
más. Así que, no mucho más arriba de
dónde nos había tocado volver caras la vez pasada, estaba nuevamente ante el
mismo dilema, pero con la firme convicción de que el día levantaría. Hubo un
minuto, no más de eso, que el cielo mostró su azul por encima de nosotros. Pero
fue un solo minuto y el estruendo volvió a marcar la pauta.
Pelo a pelo subimos la
canal. Habíamos dejado de ser montañistas para ser escaladores, sujetos a
nuestra cordada y más adelante ayudados por un jumar o ascendedor, una especie
de gancho colocado en la cuerda que permite halar hacia arriba, pero se bloquea
hacia abajo. Nos habíamos dividido en dos grupos, asistidos cada uno por un
guía. En el grupo 1 estaban las dos mujeres de la expedición acompañadas por
Pedro Luis. En el grupo 2 estábamos, supuestamente, los más versados en
montaña: Nando, Jose y yo. Lo cierto es que al team número 1 les tocó ascender
en condiciones más precarias y sin quejarse. Con el sonido de sus risas, a
ratos, iban desafiando la gravedad y las condiciones de la naturaleza, con las
montañas ahora pintadas de blanco.
Ese grupo iba a la cabeza y
otras veces invertíamos. Pasamos la canal, Roca Táchira, el Diamante y Nando
perdió la paciencia. “Otra vez me metiste en este f$/&@ Bolívar”
llegó a reclamarme mostrando sus guantes emparamados. Con tanta agua era mejor
quitárnoslos y soplar nuestras manos con aire caliente. Pero peor aún era la
falta de desayuno que habíamos dejado atrás sin esperar que nos sorprendiera
nuevamente una nevada. En fin, volvía a tener la sensación de estar cerca, pero
en condiciones adversas y tratando de manejar las emociones. Escuchamos al otro
grupo de montaña gritar “cumbre” y la verdad pensé: “yo corono hoy
este fulano pico”.
Llegamos a La Ventana, un
célebre paso que suele dar vértigo a los escaladores pues quedas expuesto, de
espaldas, con un largo acantilado que apunta a la ciudad de Mérida. Estaba tan
nublado que la verdad ni chance nos dio de asustarnos. Aseguramos nuestra línea
de vida al pasamanos puesto en la pared y nos dispusimos a un último y rudo
ascenso por una chimenea que lleva a la ante cumbre. Avancé de primero, sujeto
a mi cuerda y con la mano derecha manipulando el jumar, hasta el último
escalón, muy complicado, en el cual había que utilizar la fuerza de ambos
brazos y buscar muy bien dónde apoyar los pies. Uno a uno, vi como todos mis
compañeros de ruta se abrazaban al peñón tratando de salvar ese último
obstáculo, siempre con una mano amiga de apoyo. Nando creyó que habíamos llegado y al decirle que faltaba un trecho,
casi se queda allí sentado. Pero resulta que estábamos más cerca de lo pensado.
Esperamos que Mimina
terminara de subir la chimenea, para tomar el último pasamanos esperando ver el
busto del Libertador. Empezamos a escuchar un sonido como electrificado en el
ambiente y Nando me preguntó si era la cuerda. Me detengo y pregunto: “Epa
Ender, aquí hay un sonido extraño”. A su estilo nos dijo que eso era normal
y frente a nosotros apareció Bolívar, mucho más grande de lo que imaginaba,
pero casi soltando chispas. Era entonces evidente que con la descarga eléctrica que había sucedido, el busto del Libertador estuviese bien cargado de
energía al darnos la bienvenida.
No hubo grito de cumbre, no
hubo foto todos juntos, menos se nos ocurrió sacar el postre que había cargado
para celebrar el cumpleaños. Lo único parecido a una celebración fueron los 20
segundos del video que Pedro Luis, bajo una intensa nevada, dedicó a Mate, su
esposa, donde declaraba con Simón Bolívar de testigo: “aquí, ahorita, mi
amor Mate, no hay un hombre más alto en Venezuela que yo ahorita, en este
momento”.
A esas alturas, solo Pedro
Luis lograba sacarle una sonrisa a Nando y sólo su mamá lograba ofrecerle lo
que necesitaba: una galleta más, un abrigo extra, una palabra tranquila.
Mientras, José Antonio asistía diligentemente a los guías por tener más
experiencia en cuerdas y Dani se concentraba en aguantar la pela de frío que
nos envolvía.
Por primera vez pensé que,
en efecto, la verdadera cumbre no era aquella sino regresar sin contratiempos a
nuestro refugio. Y bajo la nevada tocaba aún descender y volvernos expertos en
rapel. Casi desde la cumbre se había abierto una ruta de descenso, bautizada
como “El Desahogo” que permite que los escaladores que descienden no topen con
los que van en ascenso. Eso supuso lanzarnos unos 60 metros en vertical al comenzar
el retorno. Bajé de último y no pude sino sorprenderme de la destreza de mis
invitados en el descenso. Podrían estar pasando trabajo, pero esa gente vino a
gozar.
La siguiente parada desafió
nuestra paciencia al mantenernos inmóviles a la altura del Diamante por mucho
tiempo y terminó de demostrarme la actitud de Mimina en la montaña. No solo se
dedicó con ternura a alentar y calentar a Nando en ese momento de tensión, sino
que se ofreció de voluntaria para conectar el tramo que descendía hacia Roca
Táchira. Casi sin darnos cuenta, Mimina estaba derrapando hacia abajo tratando
de conectar el lugar dónde estábamos con el siguiente punto de anclaje. Sin visual tras una gran piedra, no alcanzábamos a ver las peripecias de Mimina, quien se
balanceaba de un lado a otro, según las instrucciones de los guías, para ser
luego auxiliada por uno de ellos y tender con claridad la cuerda por donde
descenderíamos los demás.
Objetivamente, fue el
momento más tenso y, a su vez, el que Mimina recuerda con más emoción al
sentirse como Ethan Hunt completando alguna Misión Imposible. Salir de aquella
inercia había sido clave y Mimina, la supuesta inexperta, fue quien lo lideró, no
solo por la aventura, sino, como buena mamá, asegurar que Nando descendiera lo
antes posible para darle abrigo y algo más sustancioso de comer.
Nando bajó aquella zanja descompuesto,
pero bastó la rápida intervención de Alexis, brindándole su chaqueta y una
arepa resuelta, que ya estaba rozagante para cuando yo descendí. Un último
rapel largo, menos inclinado, nos ahorró todo el trecho de las Escaleras y
finalmente pisábamos firme para completar, con nuestras piernas, el largo camino
que aun nos quedaba entre Timoncito y Pico Espejo.
Mimina quedó aquel último trecho
pendiente de mí. ¿Quién lo diría? La oí girar instrucciones a Alexis
para que no me dejara. Madre y también esposa al rescate, sin desfallecer un
solo segundo. Y ahora me veo, escribiendo esta dilatada bitácora, para realmente
llegar a este párrafo y destacar el verdadero sentido que tuve a la hora de
escribirla. Y es que la travesía al Bolívar refleja perfectamente la travesía emprendida
en nuestras vidas y donde la clave está en la ¡buena compañía! que
escojas para hacerla.
¡Qué mejor recuerdo y
aprendizaje puedo recalcar! El camino, el clima, las circunstancias pueden
ponerse difíciles, de allí que la clave está en quiénes quieres que estén a tu
lado para transitarlo. Y yo no puedo estar más agradecido. En el Bolívar y en
mi vida.
Gracias Pedro, Dani, Jose,
Nando… y gracias Mimi, por estar siempre a mi lado.
3 de septiembre de 2023