Bernardo Guinand Ayala
Nada te turbe, nada te
espante, todo se
pasa, Dios no
se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta. Santa Teresa de Jesús
Abrí los ojos y allí estaba el Dr. Scholtz de pie, frente a mí, esperando. “Nos diste trabajo, ha tomado más tiempo de lo esperado, pero ya salimos de eso”. Sentía un extraño dolor en un hombro, producto de estar 5 horas anclado en la mesa de un quirófano boca abajo, pero curiosamente no sentía esa extraña sensación de resaca que suele dejar la anestesia. Vamos bien, pensé… ¿Cómo podría haber imaginado que estaría en el mismo lugar en menos de dos semanas?
Desde
la primera consulta que tuve y a pesar de que las placas demostraban un
deterioro importante de mi columna, me consta la cautela del Dr. Scholtz en
intervenir la columna. Cuando un cirujano busca medidas alternativas antes de
entrar a quirófano, particularmente me da mucha confianza. Nunca lo dijo así,
pero siempre leí entre líneas que su mensaje transmitía: “tocar la columna no es juego de carritos” y por meses procuramos
seguir fortaleciendo, hasta que los hechos pesaron más y la junta de neurocirujanos
recomendó escalar al siguiente nivel.
Diez
días después volví a abrir los ojos, en la misma sala, ahora quizás con más temor
y buscando nuevamente la mirada del doctor. Al ratico apareció con un mensaje
muy similar. La cirugía había vuelto a tardar algo más de lo esperado, pero el
inconveniente había sido resuelto. Unos fragmentos de hueso que habían sido
colocados entre las vértebras afectadas para propiciar su fusión, se habían
desprendido y fueron justo a parar a la raíz de los nervios produciendo el
dolor que esa semana había padecido, e incluso fisurando la duramadre causando una
fuga de líquido cefalorraquídeo, lo que explicaba los dolores de cabeza y el
bulto en mi espalda que había sido drenado dos días antes.
Si
hubiese podido escribir en aquel instante la experiencia entre la primera y
segunda cirugía, quizás este artículo lo hubiese titulado “dolor y miedo”, pues los días y las noches se tornaron en horas
interminables buscando alguna posición que no molestara. Obviamente sabía que
la recuperación sería gradual, pero no esperaba el persistente dolor lumbar, la
terrible ciática que ahora lanzaba corrientazos seguidos en la nalga izquierda
y la aparición de presión aguda en la cabeza que me obligaba a acostarme,
siempre y cuando el nervio aceptara la posición. El dolor produce al menos dos
efectos muy complejos: la molestia o dolor físico en sí mismo y la capacidad de
anularte mentalmente para desarrollar el resto de tus destrezas. Estás a merced
de ese dolor, sintiéndote totalmente inútil y vulnerable.
Es desde
esa misma vulnerabilidad desde donde escribo mi experiencia y la avalancha de
pensamientos que se cruzan por la cabeza cuando estamos tan expuestos a ella.
Aunque evidentemente no se trata de un interruptor que se pasa instantánea y
definitivamente a modo on, en un
momento procuré dejar de enfocarme en el dolor y adoptar como receta dos
condiciones indispensables para asumir la recuperación: paciencia y fe.
“La vida es un maratón y no una carrera de 100
metros” traté de repetirme para
mis adentros, así que el punto de partida era tomarlo con serenidad y darle
tiempo al tiempo. Generalmente las horas del día se quedan cortas para todo lo
que deseamos hacer, pero ahora me encontraba con exceso de horas esperando
pasar a otro día para sentirme mejor. Independientemente de la complicación y
el retraso, la reflexión ha sido útil para saber que este tránsito será largo y
que debe ser vivido a plenitud durante su trayecto. Cultivar la paciencia,
entonces se convirtió en uno de los aprendizajes claves.
Afortunadamente,
aunque me tomó muchos días dedicarle así fuera un ratico a la lectura, el momento
de la intervención me agarró leyendo el “Libro de la Alegría” que resume una
serie de conversaciones entre el arzobispo surafricano Desmond Tutu y el Dalai
Lama, en la India, lugar donde está exiliado el monje budista tibetano. Ambos
líderes espirituales, en las reflexiones sobre la alegría, coinciden que uno de
sus pilares claves está en cultivar la compasión,
cuya traducción del latín sería “sufrir
con”. Así entonces, mientras pasaba largas horas viendo - literalmente - el
techo, comencé a pensar, más allá de mis propias molestias, en las de tanta
gente que sufre o han sufrido males muchísimo mayores. Pensar en otros, tratar
de ponerme en sus zapatos, aliviaba entonces mis dolencias temporales y me
recordaba cómo en cada uno de esos casos, la espera paciente ha sido clave.
Pensé,
por primera vez con verdadera conciencia, en el padecimiento de San Ignacio, a
500 años de haber recibido un balazo de cañón que le volvió trizas una pierna y
en su proceso de sanación durante un año sin antibióticos ni analgésicos. Pensé
en Henry de Caucagüita, yendo 3 veces por semana a dializarse en un hospital
público, durante muchos años y agarrando una camionetica de vuelta a casa
cuando las fuerzas están en el suelo. Pensé en Mario, mi pana del colegio,
intervenido 3 veces de columna con mucha incertidumbre y pasando por un largo período
hospitalizado. Pensé en personas con alguna discapacidad o desplazados o heridos
en alguna guerra, en aquellos que aguantan verdaderamente dolor por haber
perdido alguna parte de su cuerpo en condiciones además infrahumanas. Pensé en tanta
gente pobre en el mundo, que después de una enfermedad o una cirugía, si es que
pudieran acceder a ella, deben subir o bajar las escaleras empinadas de su
barrio y asumir su recuperación bajo condiciones muy precarias. Ese sufrir con, que define a la compasión,
lejos de sumirte en una ola de tristeza, sirve como motor para asumir con
temple tu propia historia.
A la
paciencia se suma la fe como motor. A lo largo de los años he desarrollado mi conexión
con la fe a través de las obras más que por vía de la oración. Aunque es algo
que considero clave, confieso que me cuesta enormemente concentrarme para orar
o meditar. Este momento surgía como una oportunidad de oro y aun así me costó
muchísimo, pero descubrí una terapia maravillosa en el camino. Si bien la
paciencia es algo que no se puede transferir a un tercero, la fe si es algo
compartido donde la fuerza colectiva la potencia. De esa manera y sobre todo en
esa larga semana totalmente acostado tras la segunda operación, tomé con mayor
conciencia cada mensaje que recibía preguntándome cómo estaba o deseándome una pronta
recuperación, y sobre todo, ofreciendo sus oraciones para ello. Así, esas
verdaderas redes de apoyo se convirtieron en alegría y confianza cada vez que
alguien me decía: “seguimos rezando”. Desde las visitas de mis padres e hijos, la cercanía de mis médicos y enfermeras, el chat
de mis hermanos, tíos y amigos, gente que incluso conozco a través de Instagram,
encontré palabras que me generaban consuelo y me exigían también una oración
por cada uno de ellos y por cada persona que sufre en el mundo. Me he sentido
querido por tanta gente, que conmueve y emociona, así como constaté el poder de
la fe y la oración como alivio e impulso para seguir.
Dentro
de tanta contención, no hay palabras que hagan mérito suficiente a quien tuvo
que aguantar los quejidos en las noches o consolarme cuando entré en pánico por
un dolor de cabeza luego de la segunda cirugía. En su libro “El hombre en busca
de sentido” Víctor Frankl aborda por primera vez ese sentido que te aferra a la
vida cuando habla del recuerdo de su esposa. “…la salvación del hombre está en el amor y a través del amor”. La
vida es un camino tan maravilloso como complejo, pero doy gracias infinitas a
Dios por poder hacer este recorrido acompañado. Qué tanto más fácil se me ha hecho
con Mimina al lado, sin dejar además de atender a nuestros hijos y mis suegros
quienes también han vivido etapas de convalecencia. A pocos días de arribar a
20 años de matrimonio y 30 juntos, que tan cercanas han sido esas palabras: “en la salud y en la enfermedad”. ¡Que
privilegio el mío!
Junto al Dr. Scholtz y equipo de neurocirugía del CMDLT |
Volví a abrir los ojos y ya no estaba el Dr. Scholtz frente a mí. Me encontré nuevamente escribiendo, en casa, mejorando. Y mientras fueron transcurriendo los párrafos, mi columna remendada aceptó un poco más la posición en esta silla. Quizás escribo para mí, para que cuando la vorágine de la vida cotidiana me atrape de nuevo, pueda en algún momento revisar este texto y recordar cuán vulnerables somos y cuánto debemos seguir cultivando la compasión y el amor. Y quizás esas ideas que me han guiado durante estos días, recuerden a las descritas con mayor elegancia por Alejandro Dumas al final de El Conde de Montecristo: “…toda la sabiduría humana estará contenida en estas dos palabra: ¡Espera y confía!”
5 de julio de 2021
PD: Mi agradecimiento
profundo por cada palabra, oración, compañía de cada uno de ustedes y al talento
de todo el equipo de salud del CMDLT, encabezado por el Dr. Herman Scholtz, con
quienes me he sentido en casa.