Bernardo Guinand Ayala
Hubo una Venezuela donde el
trabajo, la modernización y la posibilidad de superación eran el norte. Hubo
una Venezuela donde la honestidad, la integridad y el ideal de familia eran valores
compartidos. En esa Venezuela creció mi suegro, Álvaro Frías Lacruz, en el seno
de una familia clase media trabajadora, donde ser profesional y levantar una
familia no solo era aspiracional, sino perfectamente alcanzable, sin necesidad
de atajos deshonrosos.
Odontólogo de profesión,
paciente a paciente, Álvaro levantó a su familia con el esfuerzo de
toda una
vida de trabajo honesto y bien hecho, en un país que se lo permitió en gran medida.
Cada una de las cosas materiales que alcanzó, como su casa, su clínica, sus bienes,
le costaron cada una de sus canas; pero todas, absolutamente todas, puestas en unas
prioridades totalmente claras: una esposa a quien conquistó siendo una adolescente
y no duró un día sin mostrar, a su manera, lo acertado de su visión; cuatro
hijos, distintísimos todos, pero que tienen en común el profundo amor y respeto
por su papá; nueve nietos que tendrán, por siempre, un modelo de honradez y valores
en su Elo.
Álvaro fue un personaje sin
medias tintas ni poses, auténtico en su forma de ser, independientemente de con
quien se relacionara. Siempre me impresionó el cariño que podía generar, aun pareciendo
“diplomáticamente incorrecto” en sus opiniones. De allí aprendí lo valioso
de mostrarse abiertamente transparente, en vez de pretender figurar ser otra
cosa. Le gente quiso a mi suegro por quien era, y nunca mostró una faceta
distinta a quien, en esencia, realmente era. Abiertamente anti-adeco, tema para
el cual tuvo siempre preparada su más ácida artillería, nunca imaginó que
aquellos a quienes tanto adversó podría reconocer, años más tarde, al menos como
demócratas. Todos aprendimos que siempre puede haber algo más oscuro, y así, enfiló
su talante ciudadano para protestar activamente por el retorno de la
institucionalidad en Venezuela.
Álvaro fue,
ante todo, un hombre de familia. No era un tipo especialmente cariñoso, ni de
palabras floridas, mucho menos religioso. Pero era, sobre todo, esposo y papá. Estaba
allí, siempre allí, ilusionado con los logros de sus hijos y nietos, o
simplemente recordando las interminables horas que compartían en torno al lugar
más preciado de la casa: su cama, que podía servir para ver juntos “The
Price is Right”, “La Rueda de la Fortuna” o - más recientemente - “Pasapalabras”,
así como para montar una partidita de cartas o de bola de fuego, donde la bola
de algodón y alcohol en llamas volaba de mano en mano, sobre la cabeza de mi
suegra, procurando que no cayera en las sábanas. No fue un hombre de extravagancias
ni gustos particulares, quizás, el único lujo que le vi expresar en su vida fue
atiborrarse de perolitos de Navidad para guindarlos al arbolito. Decorar su
casa de Navidad era uno de sus placeres mundanos, al punto que recuerdo haber
viajado con un reno y un San Nicolás gigantes, desde los Estados Unidos, en el
primer viaje que hice con los Frías Arnal, allá por el año 1993.
Recordar
a mi suegro, más allá de mi relación con él o anécdotas con mis hijos, es
apreciar el vínculo de respeto que siempre tuvo Mimina con él. En cierta medida,
esa relación me recuerda mucho a la que mi mamá transmite con su papá. Una
relación donde admiras, quieres y respetas a tu padre, no por sus logros
profesionales, o las hazañas que haya alcanzado o los títulos que pudo ostentar
en vida, sino sencillamente, por haber sido padres, buenos padres. Y el mundo
sería tanto mejor con buenos padres.
Esta
Navidad, su última Navidad, allí estuvo el arbolito decorado, con San Nicolás y
el reno gigante bajo sus ramas. Álvaro tuvo la fortaleza para regalarnos una
Navidad más donde cantó, rio y refunfuñó. Así te tendremos siempre presente,
esperando que esa Venezuela que conociste, vuelva a florecer y que sepamos
poner siempre a la familia como nuestra prioridad.
31 de diciembre de 2022