Bernardo Guinand Ayala
Hay una
imagen que me encanta y que de vez en cuando circula en redes, donde se muestra
a tres figuras deportistas en lo alto de un podio con sus medallas de oro,
plata y bronce siendo aplaudidos y retratados por la prensa. En la parte
superior de esa imagen dice: “aquello que vemos”; pero más abajo, debajo del
suelo, detrás del podio, así como la típica simbología del iceberg con la punta
que se ve y lo que hay debajo del agua, muestra aquello “que no vemos” y entonces
aparecen talladas en peldaños subterráneos de ese podio, palabras como:
sacrificio, pasión, fracasos, madrugonazos, aprendizajes, miedos, visión, dudas,
planificación y pare usted de contar.
Como buena historia,
esta tiene muchísimos antecedentes, pero quiero comenzar este relato hacia
finales de 2015. Como Venezuela es tan cambiante política y económicamente, ya
no tenemos idea de qué sucedió en cada período, pero recuerdo que en diciembre
de aquel 2015, las clásicas recomendaciones de finales de año de Luis Vicente
León y otros analistas expertos daban alertas de un país en crisis y recetaban
pautas como las siguientes: “no es momento de cambios”, “si usted tiene un
trabajo consérvelo”, “cuide el presupuesto familiar”… y en ese preciso momento,
luego de varias conversaciones y todo el respaldo de Mimina, a mí se me ocurre todo
lo contrario, renunciar a mi trabajo y por primera vez en mi actividad
profesional quedarme sin un quince y último y con muchos sueños pero sin planes
concretos.
Ese mismo diciembre,
en pleno almuerzo de Navidad, una conversa totalmente fortuita con Oscar
Grossmann, que él mismo catalogó como una “serendipia”, me abrió las puertas
para poder, al menos, arrancar aquel 2016 con cierta estabilidad involucrándome
con el trabajo de la Fundación MMG. El transcurrir de ese año fue para ordenar
planes, sueños y proyectos; de evaluar mis capacidades para saber qué podía y
qué quería hacer. Ese año, a todo decía que sí, al punto de llegar a participar
como en unas siete juntas directivas de diversas instituciones, por supuesto, todas
ellas sin fines de lucro y ad honorem.
Entonces llegué a
vaciar en una página de Excel, una lista de iniciativas que venía cocinando,
para poder definir dónde debía poner mi mayor esfuerzo. Recuerdo tener algunas
variables a ponderar que era algo así como: cuál de estas te apasiona, en qué
tienes talento, cuáles tienen posibilidad de algún ingreso garantizado, personalidad
jurídica constituida, etc. Y así, empecé a trabajar en paralelo en la propia
Fundación MMG, en el Instituto de Previsión del Niño, dando consultoría en
temas de recaudación de fondos, sentando las bases de una asociación para la
profesionalización del fundraising en Venezuela y la posibilidad de crear una
nueva fundación. Y esta última, aunque tenía la gran desventaja de no tener un
céntimo para fundarla ni figura jurídica creada, siempre era la que más me
movía el piso.
Así, luego de ese
año de transición, un 3 de febrero de 2017, en el Registro de Los Ruices,
estampaba mi firma como miembro fundador de Fundación Impronta y empezaba a
buscar gente que me acompañara en este viaje, empezando por mis viejos.
De allí en adelante,
el camino, ese camino empedrado que está por detrás del podio, esa masa del
iceberg gigante que está bajo del agua y que nadie ve, ha estado siempre
presente, recordándonos lo difícil ¡sí!, pero lo satisfactorio de alcanzar
metas cuando los desafíos son grandes. Y vaya que Venezuela nos la ha puesto
complicado.
El propio 2017
estuvo plagado de protestas y fue sentar las bases de una novel institución a
tiempo compartido con la labor ciudadana de hacer país. Un par de años más
tarde, el apagón eléctrico nacional nos cambió las reglas del juego y desafió
nuestro talento, mientras en paralelo familiarmente decidíamos nuestro futuro,
para volver a optar por Venezuela e Impronta aún con Green Card en el bolsillo.
Y qué hablar de los dos últimos años donde ya las palabras sobran sobre el
tránsito en las turbulentas aguas de la pandemia. Impronta, así como un sinfín
de instituciones y personas que han optado por nuestro golpeado país, parece ser
forjada en acero. Quizás, muy en lo personal, ser fanático de los Tiburones de
la Guaira me ha preparado para aquello que hoy llamamos resiliencia y ha sido
clave para levantarnos cada día a brindar oportunidades.
Cinco años en los
que no hemos dejado de crecer, aun cuando algunas alianzas que parecían obvias
se caen en el camino, pero donde siempre hay muchas más puertas que se abren;
la mayor de ellas, una gigantesca, como las puertas de una catedral que tiene
nombre en lengua cumanagoto: Caucagüita. La otra gran puerta, cada una de las
personas que nos hemos topado en el camino, amistades maravillosas puestas al
servicio del otro, haciendo voluntariado, aportando recursos o talentos,
involucrándose dentro y fuera de la comunidad. Quiero que todos los que nos
acompañan hoy aquí, sepan que este mensaje es con ustedes. Ni en mis más
extraordinarios sueños pude imaginar, en este relativo poco tiempo, tanta gente
levantando una bandera por una causa común llamada Impronta.
¿Y el podio? ¿Qué
hay de ese podio, esa medalla, que nos hace visibles cuando el esfuerzo que hay
detrás da resultados? No pretendo hacer una rendición de cuentas, ya pronto
saldrá nuestro informe de gestión con data suficiente para medir y analizar
cuánto hemos logrado. Hoy, en esta celebración aniversario solo expreso, muy
simbólicamente algunas medallas doradas que para mí, brillan en ese podio y que
me recuerdan que ha valido la pena:
- Cada niño o niña que hemos permitido que vivan la experiencia de ser niños.
- Cada chamo, cada joven que se ha tomado en serio el tema de las oportunidades y que hoy se sigue formando y nos sigue retando.
- Cada mujer que ve en nosotros contención, consuelo, compañía y ánimo.
- Cada hombre que descubre que juntos, transformamos para mejor.
Y así podría seguir
sin parar. Solo para recordar o recordarme, que ha valido la pena.
A todos ¡muchísimas
gracias!
3 de febrero de 2022