sábado, 24 de febrero de 2018

Pies descalzos

Bernardo Guinand Ayala

Caminar sobre la arena cálida en alguna playa de Venezuela. Sentir esa sutil y agradable textura entre los dedos de los pies mientras vas dejando tu huella tras cada paso. O caminar en tu casa, en tu hogar, desprovisto de calzado por el simple y hasta raro gusto de hacerlo en la más estricta intimidad.


Esas, son quizás las imágenes que primero nos vienen a la mente cuando hablamos de pies descalzos.  No es mi caso. Lamentablemente no es mi caso. Ayer, nuevamente quedé descalzo en contra de mi voluntad. No decidí quedar así, no lo hice por gusto, placer o excentricidad. Ayer nos robaron. Nuevamente en un parque, en un espacio de recreación, para lo cual era vital llevar zapatos. Anteriormente fue en El Ávila, ayer en nuestro Parque del Este, ese espacio público orgullo de todo caraqueño que mi abuelo con su tenacidad nos regaló, no precisamente para ser guarida de antisociales sino para todo lo contrario, para ser refugio y vivero de buenos ciudadanos.   

Hace varios años tocó bajar la cuesta del “Estribo de Duarte” entre piedras y matorrales con los pies totalmente desnudos y algunos garrotazos sobre la espalda. Ayer, cuando volteé al piso, luego de ver que mis compañeros de trote también estaban bien, recordé aquella escena de años atrás. Otra vez descalzo porque a ciertos individuos se les hace más “fácil” robar que trabajar o porque el país no brinda oportunidades, o porque hay hambre, o porque si hubiese trabajo igual no alcanza, o porque la humanidad siempre ha tenido ladrones. Escojan la causa que más les convenza, el hecho es que uno se siente vejado, herido en su dignidad; así incluso termines sin un rasguño.

Curioso es que tanto nos hemos acostumbrado de las probabilidades que esto ocurra, que el primer comentario post evento fue: “creo que hemos actuado de la mejor manera posible”. Serenos, tranquilos, sabiendo que cualquier invento no solo nos pone en riesgo a nosotros, sino que podría afectar a tus compañeros de robo o a tu familia. Hace años solo me preocupaba por Mimina, me daba pánico que algo pudiese sucederle y cuando en pleno Ávila me pidieron los zapatos me tranquilicé. “Se trata de un robo” pensé, colabora y todo saldrá adelante. Y así fue. Ayer igual, vi que el malandro que me “atendía” a mi no iba armado, pero si el que atracaba a Jose. No sabemos si el arma era potente o de mentira, pero no tuvimos intenciones de averiguarlo.

Y es aquí donde toca la clásica reflexión después de un robo. Lo material se recupera. Y es cierto, pero no podemos acostumbrarnos jamás a ello. Lo material no solo es “algo que tiene determinado valor monetario”; lo material, que se ha ganado con esfuerzo propio o por herencia constituye también alguna partecita de nosotros.

Los zapatos de José Antonio los estaba estrenando ese día, literalmente. Habérselos comprado no solo significa tantos bolívares o dólares, representa su trabajo como arquitecto en medio de una economía donde hasta comprar unos zapatos representa un esfuerzo importante. Frente a la realidad del niño que volví a ver esta misma semana en el comedor de Caucagüita, que no va a la escuela porque, entre otras cosas, no tiene zapatos, podría quedar Jose sin argumentos para lamentarse, pero la realidad es que su esfuerzo bien habido y su deseo son plenamente reales y auténticos.

La medalla de Pedro Luis cayó al suelo entre la hojarasca. Al momento de escribir esto no ha aparecido. Su maleante, creemos, que era el más asustado, tanto así que olvidó pedirle los zapatos y en vez de sugerirle que se quitara la cadena, haló de ella cayendo la medalla al suelo. Esa medalla era de su abuelo, más allá de lo que cueste por el valor del metal, representaba una herencia familiar y sentimental. Eso fue lo que realmente se llevó el ladrón, cosa que a él no le representa ningún valor.

Mi reloj corría conmigo desde 2016, un regalo de mi esposa e hijos al entusiasmarme con esto del running. Más allá del costo, lo que para mí representaba ese artefacto son los más de 4.400 kilómetros recorridos que quedaron plasmados en mapas de distintas calles de Caracas o del mundo, así como haberme acompañado en 5 de los 6 maratones que he corrido a la fecha. Quizás suene a capricho o extravagancia, pero entonces ¿de que está hecha la vida si no es de momentos vividos y recuerdos compartidos?

Por último, para aquellos que, sin dudar de su buena fe, se centran en advertir todo tipo de riesgos: que si la hora de trotar no es la más segura, que por ese lugar sabemos que roban, que la calle es insegura, incluso hasta llegar a decir que mejor no corras que te estás exponiendo; mi reflexión es muy sencilla. Efectivamente vivimos en una ciudad que hay que tomar medidas extremas hasta para respirar y que cada uno de nosotros las hemos ido aplicando en nuestra cotidianidad, pero sin duda alguna también he tomado como máxima aquello que, de forma tan clara, le he escuchado a Maickel Melamed: “Yo he decidido vivir, no únicamente limitarme a sobrevivir”. Así que seguiré trotando y, desde mi trabajo, procuraré generar oportunidades para que más jóvenes venezolanos se entusiasmen con explotar sus talentos para el trabajo honesto y cada vez menos se dediquen a la salida fácil de la delincuencia.

Quiero vivir en una Venezuela donde estar descalzo sea una elección para todos. No porque la pobreza, un arma, garrote o cualquier otra amenaza nos lo imponga.          

24 de febrero de 2018

domingo, 11 de febrero de 2018

País bachaquero


Bernardo Guinand Ayala

Durante la primera década del siglo XXI, en diversas presentaciones sobre el “Proyecto Pobreza[1] escuché una y otra vez a Luis Pedro España afirmar que trabajo informal era igual a pobreza.

Para la época, los expertos prendían la alarma que cerca del 50% de los venezolanos en edad productiva se dedicaban al trabajo informal, estereotipado para ese momento en la figura del buhonero. Evidentemente, la recomendación de los académicos se orientaba a la creación de más y mejores puestos de empleo, pues la ausencia de los beneficios contemplados en la ley como un salario regular, seguridad social, prestaciones, entre otros, hacían del trabajo informal un empleo poco consistente, sin capacidad de ahorro ni previsión social, un “pan pa´ hoy y hambre pa´ mañana”, es decir, un augurio para mantenerte pobre siempre.    
 
Pasaron los años y se ha desencadenado una locura con relación al empleo que ni las más oscuras predicciones de España y su equipo de investigadores hubiesen querido mostrar. Esta estafa titulada “Socialismo del siglo XXI” suma lo peor de los males de la economía [hiperinflación, escasez, controles, aniquilación del aparato productivo] y, dolorosamente, es ahora el trabajo formal el que es igual a pobreza. Entramos en un panorama donde se ha perdido el valor del trabajo digno y productivo y donde las leyes económicas empiezan a ser trastocadas y confrontadas por una lógica diferente. Una lógica de guerra, de sobrevivencia, de selección natural al más primitivo estilo.

Es así como vemos que quienes ostentaban un trabajo formal, empiezan a migrar a la economía informal, creando un país de bachaqueros. Habrá miles de ejemplos, entre los más cercanos veo como miembros de mi familia empiezan a ofrecer productos de la cesta básica por las redes familiares; o el chofer que llevaba 18 años manejando el autobús del colegio de mi hija ha decidido desprenderse del oficio que diligentemente ejercía para pasar a vender pollos y café. Ni hablar del caso de maestros de escuela, esos que siempre han estado sub-pagados. Con desesperación recibí esta semana la llamada de un querido director de escuela de Fe y Alegría pidiendo apoyo para garantizar una arepa a sus docentes pues el sueldo no les da para comer y algunos han empezado a despedirse de su carrera de educador para rebuscarse en las entrañas de una informalidad que luce más rentable.

Todo esto sin entrar en el espinoso terreno del modelaje negativo, es decir, aquellos que viendo que los enchufados del gobierno viven “mejor”, desechen la idea del trabajo digno y se aventuren por los caminos de la delincuencia, el narcotráfico o la corrupción en sus múltiples formas, como medio de vida.

Otra realidad también alarmante viene representada por una cifra que ya se lee en millones de venezolanos cuyo talento está siendo aprovechado por los países que los han acogido. Venezolanos que han salido a buscar espacios en los cuales puedan desarrollar su oficio, pues no saben vivir sino a través de la dignidad que representa el trabajo. Y allí no solo contamos con las destacadas figuras que generalmente tomamos como ejemplo: deportistas, académicos que destacan en grandes universidades, talentos creativos; sino que hay casos cada vez más numerosos de personas humildes que dejan todos sus ahorros en el autobús con rumbo al sur sin destino certero. Así el caso de mi tocayo Bernardo, hijo de la guajira que nos ayuda con la limpieza de la casa y cuya destreza como mecánico automotriz fue bien recibida en Perú, mientras aquí no quedaban plazas pues ni vehículos se producen, ni repuestos llegan para parapetear algún carro usado. A un mes de su llegada a Lima ya escribe emocionado por haber podido pagar un alquiler, haberse comprado una cocinita a gas y hasta poder mandar alguito para que su mamá pueda hacer mercado, gracias a su trabajo.

En fin, salvo los casos obvios de actividades ilícitas, no hay manera de condenar las búsquedas de sobrevivencia de cada venezolano. Con el bachaqueo, del cual ahora casi todos formamos parte ya sea como oferentes o demandantes, nos pasa algo así como con el secuestro. Dicen que cada secuestro pagado asegura el financiamiento para el siguiente secuestro, es decir, pagar es alimentar la máquina para que ese flagelo siga activo. Pero desde la óptica individual, uno quiere a su familiar vivo y aunque lógicamente sepamos que nos estamos embromando como sociedad, optamos por la decisión de sobrevivencia personal.

Obviamente el bachaqueo tiene sus raíces en las absurdas medidas económicas de quienes gobiernan. Luego, nosotros mismos hemos ido alimentando ese fenómeno por la necesidad imperiosa de conseguir alimentos, entrampándonos como colectivo, como sociedad. Los más vulnerables, incapaces de competir, quedan al margen y de allí que cada vez más familias pasen a depender del monstruoso mecanismo de control social que representan las bolsas CLAP.

No suelo cerrar mis escritos con augurios pesimistas. Tampoco soy un optimista que alienta ciegamente a que todo va a salir bien. Objetivamente Venezuela está muy mal, al punto que los cimientos de la educación y el trabajo, como únicos vehículos de desarrollo de cualquier nación, han sido socavados y llevados a niveles miserables.

El gobierno nos quiere pobres o nos quiere fuera, es una realidad tan grande como una catedral; por ello cada propuesta actual de resistencia no significa necesariamente poner nuestro cuerpo frente a una tanqueta. La resistencia ahora es mantener a un niño aferrado a un pupitre y a un adulto frente a un puesto de trabajo meritorio y productivo.

Brindar oportunidades en medio de este caos, será en 2018 el mayor acto de rebeldía posible.
    

11 de febrero de 2018




[1] Proyecto de investigación liderado por el Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la UCAB, al que se fueron sumando investigadores de otras universidades, bajo el auspicio de la AC para la Promoción de Estudios Sociales